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Los Sueños de San Juan Bosco

Extraídos de la Vida de San Juan Bosco -Memorias Biográficas en 19 volúmenes-.

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61. Las reglas y los reglamentos 1867 (MB. 8,484).

En 1867 Don Bosco se fue a Roma a pedir la aprobación pontificia de la Congregación Salesiana. Llevaba las Reglas, Constituciones o Reglamentos que se le habían inspirado en sus sueños. No se separaba del ejemplar de las Santas Reglas que había escrito según las normas que le habían sido sugeridas por el Cielo en sus sueños (Padre Lemoyne).

62. El sueño y los rebaños 1867 (MB. 8,714).

El domingo 16 de junio, día de la Santísima Trinidad, fiesta en la cual Don Bosco había celebrado su primera Misa (16 años antes), les narró a sus alumnos el siguiente sueño: El 29 de mayo por la noche soñé que me encontraba en una inmensa llanura llena de ovejas de gran tamaño, que pastaban en muy verdes y hermosos pastizales. Busque al pastor de tan numeroso rebaño y le pregunté: – ¿De quién es este rebaño que tiene tantísimas ovejas? Él llevándome a recorrer tan espacioso valle, me dijo: – ¡Ya sabrás de quién es este rebaño! Y vi que una parte del rebaño había aguas abundantes, pastizales muy verdes y árboles que proporcionaban sombras refrescantes y allí pastaban muchas ovejas muy hermosas. Pero más allá había unos desiertos sin pastos, ni aguas, ni sombras, y allí había también numerosas ovejas, pero flacas, feas y desnutridas.

Pasamos más allá y vimos otros prados sin pasto, sin agua, sin sombras de árboles, y allí estaban muchísimos corderitos pero tan flacos y desnutridos que apenas sí se podían tener en pie. Y estos pobres animalitos estaban cubiertos de llagas y sufrían mucho. Y cosa extraña, cada uno tenía un par de cuernos, como si fueran ya animales viejos. Sus cuernos terminaban en una E. Y cada corderito enfermo tenía el número 3 marcado en distintas partes de su cuerpo: El guía me explicó: – Las ovejas que pastan en sitios llenos de agua, de verdes pastizales y de frescor, son las personas que escuchan la Palabra de Dios, y asisten a la Santa Misa y reciben los sacramentos. Tienen el alma hermosa y robusta.

Los que están en sitios áridos sin agua, sin pastizales, sin sombras de árboles, son los que no escuchan la Palabra de Dios ni frecuentan los Santos Sacramentos. Viven alimentándose solamente de lo que es mundanal, y eso es estéril y lleva a la debilidad espiritual.

Los corderitos enfermos que están en sitios áridos son tantos jóvenes que necesitan recibir educación y ser instruidos en la religión.

Los que llevan un cuerno terminado en una letra E, que significa Escándalo, son los que han dado o han recibido malos ejemplos que llevan al pecado. Los que tienen marcado un número 3 en distintos sitios de su cuerpo representan a los que viven en pecado, a los cuales les esperan 3 castigos: el remordimiento por haber pecado. Los castigos que le llegan a todo el que peca, y los premios que por pecar se pierden para el Cielo. (El Salmo 75 dice: “A los que se dedican a cometer maldades, el Señor les hará beber un vaso de amargura”).

Enseguida el guía me llevó a un prado bellísimo, lleno de flores, de plantas aromáticas, y de hermosos bosques y corrientes de aguas cristalinas. Allí me encontré una enorme cantidad de jóvenes, todos alegres y contentos, dedicados a coleccionar las más hermosas flores. El guía me dijo: – Estos son los que viven en gracia de Dios, sin pecado grave en el alma.

Les puedo asegurar que jamás había visto personas tan hermosas y elegantes como aquellos jóvenes. Seria imposible describir su gran belleza.

Enseguida el guía me llevó a otro jardín muchísimo más bello y aromático que el anterior, y allí había otro grupo de jóvenes, en menor número, pero de una belleza y elegancia enormemente más grandes que los del grupo anterior. Y el que me guiaba me dijo: – Estos son los que no han perdido la Santa Virtud de la Pureza.

Yo estaba sorprendido al ver gentes con tan extraordinaria belleza. Y cada cual llevaba en su cabeza una corona de flores bellísimas y cada flor tenía colores tan vivos y variados que encantaban la vista de quien los observaba. En cada flor había más de mil colores y en cada corona más de mil flores distintas.

Cada joven que había conservado la pureza llevaba una túnica blanquísima que le descendía hasta los pies, y la túnica estaba llena de flores de belleza sin igual. Del rostro de los jóvenes y de sus vestiduras y de sus flores salían resplandores, luces de los más variados colores que hacían resaltar admirablemente la belleza de la persona. No hay imagen humana capaz de dar una idea de la belleza impresionante de todos aquellos que conservaron la Santa Pureza. Si alguien viera aunque fuera la décima parte de la belleza de un alma que está sin pecar, preferiría mil martirios y la misma muerte, con tal de no manchar su alma con un pecado mortal.

Yo le dije entonces al guía: – Pero son pocos los que conservan la belleza del alma sin pecado. Y los otros ¿qué hacer con ellos? Él me respondió: – Que con la penitencia, con el arrepentimiento, con la recepción de los sacramentos y con una vida virtuosa, vuelvan a conseguirse otra vez el traje hermoso de la gracia de Dios.

Le pedí un último consejo, y me dijo: – Dígales a todos que si supieran cuán hermosa y simpática es un alma en gracia de Dios y una persona que conserva la Santa Virtud de la Pureza, estarían dispuestos a hacer cualquier sacrificio con tal de no cometer un pecado grave y con tal de conservar la pureza o castidad. Dígales que se animen a luchar con entusiasmo por conservar o recuperar esta bella virtud que supera a muchas otras virtudes en belleza y resplandor.

Y al oír esto… me desperté.

Jóvenes: ¿hay algunos que todavía conservan la Santa Virtud de la Pureza? ¿Hay muchos que tienen el alma sin pecado grave? Los felicito. Si vieran lo hermosa que está su alma preferirían cualquier sacrificio y hasta la misma muerte con tal de no perder la gracia de Dios ni la pureza. Lástima que algunos que externamente parecen buenos los vi en el sueño con unos cuernos grandes y muy feos en la cabeza…

63. El Purgatorio 1867 (MB. 8,726).

Primera parte: Mensaje de un difunto.

El 25 de junio de 1867 habló así a la comunidad: “Soñé que viajaba hacia una ciudad y que atravesaba por pueblos desconocidos y que deseaba saber cómo será el estado de un alma en la otra vida. De pronto oí la voz de una persona desconocida que me decía: – Ven conmigo y podrás ver y conocer lo que deseas.

Obedecí inmediatamente y seguí a esa persona que viajaba a la velocidad del pensamiento y sin tocar tierra. Y yo viajaba de la misma manera.

 

Llegamos a un palacio de magnifica construcción que estaba como suspendido sobre los aires y tenía las puertas y ventanas a una gran altura.

El personaje me dijo: – Haga como yo y podrá subir hasta allá.

Enseguida levantó las manos en lo alto hacia el Cielo y empezó a subir por los aires. Yo levanté también mis brazos y me sentí elevado por los aires como una nube. Y llegué frente a la puerta del gran palacio.

El guía me dijo: – Entre al palacio y conozca lo que hay allí. Al fondo encontrará quién le explique.

Subí las escaleras y me encontré en una sala hermosísima adornada muy lujosamente. Fui recorriendo salas y corredores con la velocidad de la luz y cada vez veía más y más elegancias y bellos adornos.

Seguí viajando como por los aires sin tocar suelo y de pronto llegué a un salón inmenso adornado y bellos sobre toda ponderación y allá al fondo vi a un señor obispo muy amigo, muerto hace poco. Parecía que no sufría nada, y tenía un aspecto muy saludable, muy alegre y muy amable. Yo le pregunté: – Monseñor, ¿Está vivo o está muerto? – Para el mundo he muerto. Pero aquí estoy vivo.

– ¿Y se ha salvado Monseñor? – Sí, mire como estoy de fuerte y saludable. Estoy en un lugar de salvación.

– ¿Y está en el paraíso? ¿O está en el Purgatorio? – Estoy en un lugar de salvación. Pero todavía no he logrado ver a Dios.

Necesito que recen mucho por mí.

– Monseñor, ¿yo me salvaré? – Tenga esperanza y fe en que se podrá salvar.

– ¿Y qué mensaje les envía a los jóvenes y a mis discípulos? – Que sean obedientes, que se porten bien, que cuiden mucho la virtud de la pureza y que se confiesen frecuentemente y comulguen con fervor y devoción.

– ¿Y qué otro consejo les quiere enviar? – Que se quiten de los ojos del alma esa niebla que no les deja ver bien, y que consiste en que por pensar como el mundo no se dedican a pensar en lo sobrenatural.

– ¿Y qué deben hacer para quitarse esa niebla o nube? – Que piensen que el mundo está todo puesto en el maligno, como dijo San Juan. Que no se dejen engañar por las apariencias de lo que es mundano y materialista. Muchos se imaginan que los placeres, las riquezas, las vanidades y los goces del mundo pueden hacerlos felices, y se dedican sin freno a todo eso, pero el Libro Santo dice: “Todo es vanidad de vanidades y aflicción de espíritu”. Que se acostumbren a ver lo mundano y material, no según su apariencia sino según su realidad. Porque los juicios de Dios son diferentes de los del mundo, y lo que la gente aprecia como sabiduría y de mucho valor material, puede ser necedad y de poco valor para Dios.

– ¿Y cuál es la nube más oscura para los ojos del alma?- Lo que más oscurece y llena de tinieblas el alma es la impureza, así como la virtud de la pureza vuelve al alma muy blanca y brillante. El vicio de la impureza es como un negro nubarrón que impide a la gente ver el precipicio tan peligroso a donde van a caer si se dedican a pecar. Dígales a todos que se esfuercen por conservar a cualquier costo la virtud de la pureza. “Dichosos los puros de corazón porque ellos verán a Dios” (Mt. 5).

– ¿Y qué remedios aconseja para que las personas conserven la pureza? – El Retiro: el recogimiento; que se aparten de las ocasiones de pecar. Que cumplan exactamente los Reglamentos. Que no estén nunca desocupados sin hacer nada. Y que le dediquen buen tiempo a la oración.

– ¿Y qué otros remedios nos recomienda? – Rezar. Darle importancia a la oración. Retiro, recogimiento: apartarse de toda ocasión de pecado. No estar nunca ociosos o perdiendo el tiempo. Estos remedios son muy provechosos.

Segunda parte: Con el deseo de repetir a mis discípulos estos consejos tan importantes del señor obispo, me vine apresuradamente para la casa, pero luego me detuve y me puse a pensar: – ¿Por qué no estar más tiempo con Monseñor? ¿Me podrá decir muchas recomendaciones importantes más? Y me volví rápidamente a donde él estaba. Pero durante el corto tiempo que yo había estado ausente, se habían obrado cambios importantes. El obispo estaba pálido como una cera. Parecía un cadáver. De los ojos le brotaban abundantes lágrimas. Estaba como agonizando. Me le acerqué angustiado y le dije: – Monseñor, ¿en qué le puedo ayudar? – Rezad por mí y dejadme ir a donde la mano Omnipotente de Dios me conduce.

– ¿Y no tiene algún otro mensaje para enviar? – Que recen por mí. Y al Señor obispo que me reemplazó dígale esto y esto (y me dio unos mensajes para llevarle) y a tales individuos lléveles estos mensajes en secreto (y me dio unos mensajes para ellos). A sus alumnos dígales que yo siempre los quise mucho y recé por ellos. Que ahora recen ellos por mí.

El aspecto del Prelado demostraba un gran sufrimiento que aumentaba cada vez más. Mirarlo producía compasión en el alma sufría muchísimo. Era una agonía verdaderamente angustiosa. Luego exclamó: – Dejadme, que voy a donde el Señor me llama.

Y así mientras parecía agonizar, una fuerza invisible se lo fue llevando hacia las habitaciones más interiores del edificio, y desapareció de mi vista.

Yo al contemplar una escena tan dolorosa me conmoví y… me desperté.

En este sueño aprendí muchas cosas acerca del Purgatorio y de la otra vida, cosas que jamás había entendido bien, y que ahora las comprendí tan claramente que ya nunca las olvidaré.

Explicaciones: El Padre Lemoyne dice que Don Bosco le preguntó al obispo cuánto tiempo le quedaba a él de vida sobre la tierra y que Monseñor le entregó un papelito donde había varios números 8 como engarzados en un garabato. Por el momento no entendió mucho, pero cuando llegó el año 1888 el Santo se dio cuenta de que aquél sería el año de su muerte (varios números 8 colgados de un garabato, un número 1 al revés) y en ese año murió.

Algunos pueden preguntarse cómo todo un obispo y muy virtuoso podía tener tantas angustias en la otra vida. Es que el Libro Santo dice que “Dios encuentra manchas hasta en sus propios ángeles”. Y en el Salmo 88 dice el Señor: “A mis seguidores, aunque no les retiraré mi favor, sin embargo les castigaré fuertemente las desobediencias a mis mandamientos y les haré sufrir por sus descuidos en cumplir mis mandatos”.

Don Bosco narraba después que él fue donde el obispo reemplazante a comunicarle los mensajes que le enviaba el obispo muerto, y que eran muy importantes para el buen orden de la diócesis. Y a los otros individuos también les llevó a cada uno el mensaje del difunto. A los alumnos les repitió en varias ocasiones los tres consejos del Prelado desde la otra vida: “Para evitar el pecado: ante todo RETIRO; apartarse de las ocasiones de pecar.

 

Luego, ORACIÓN, mucha oración. Y finalmente: EVITAR EL OCIO: no estarse nunca sin hacer nada o perdiendo el tiempo.

64. El sueño del jardín 1867 (MB. 9,24).

Primera parte: Tres muertos.

El 31 de diciembre de 1867 Don Bosco reunió en la Iglesia a todo el personal de su Oratorio de Turín (más de 800) y subiendo al púlpito les dijo:

“Estaba pensando y rezando para darles un propósito o lema o Aguinaldo para el año que va a comenzar, y soñé lo siguiente: Me pareció que llegaba a un hermoso y enorme jardín que tenía este letrero: “NUEVO AÑO, 1868”. Allí había una gran cantidad de jóvenes, que se acercaron a mí y me acompañaron a recorrer a aquel hermoso campo.

Encontramos luego a un grupito de muchachos con unos sacerdotes y estaban rezando las oraciones por los difuntos (“Dales Señor descanso eterno… etc.). Me acerqué a ellos y les pregunté: – ¿Por qué rezan esas oraciones? Es que se ha muerto alguno? – Sí – me dijeron – Es que ha muerto NN (y me dijeron el nombre). Murió el día tal a la hora tal.

– ¿Cómo, ha muerto ese tan conocido? – les pregunté.

– Sí, murió, pero ha tenido una Santa muerte, una muerte envidiable. Recibió con mucha devoción los Santos Sacramentos.

Aceptó con resignación los sufrimientos que Dios permitió que le llegaran y demostró los más vivos sentimientos de piedad.

Rezamos por él, pero tenemos la esperanza de que ya estará en el paraíso.

Yo añadí: – Tuvo una santa muerte. Pidamos a Dios que imitemos sus virtudes y que nos conceda también a nosotros la gracia de tener una buena y santa muerte.

Seguí caminando por el prado rodeado de una gran cantidad de jóvenes, y vimos luego un grupo de muchachos arrodillados rezando alrededor de una ataúd, las oraciones por los difuntos (“Dadles Señor descanso eterno, etc.). Me acerqué a ellos y les pregunté: – ¿Por quién están rezando? Ellos me respondieron muy apesadumbrados:- Estamos rezando por NN (y me dijeron el nombre).

– Estuvo enfermo ocho días. Vinieron sus familiares a visitarlo. Se confesó y comulgó con mucha piedad y recibió la Unción de los enfermos. Tuvo una muerte santa y llena de paz.

Yo les pregunté: – ¿Pero dos muertos en el mismo día? Y ellos me respondieron: – No, no es en el mismo día. Desde el que murió anteriormente hasta la muerte de ahora han pasado tres meses.

Seguí paseando con los jóvenes que me acompañaban y llegamos a un bosque.

Allí vimos a un grupo de muchachos que se acercaban rezando las oraciones por los difuntos. Yo les pregunté: – ¿A dónde van? ¿Y por qué rezan? Ellos me respondieron desconsolados y llorando: – ¡Ah si supiera lo que ha sucedido! Ha muerto un joven. Sus padres no vinieron a visitarlo. Y murió de una manera muy poco deseable. No ha tenido una muerte santa.

– ¿Pero es que no ha recibido los Santos sacramentos? – les pregunté.

– Al principio no quería confesarse ni comulgar ni recibir la unción de los enfermos. Después aceptó recibir estos sacramentos pero de mala gana y sin arrepentimiento ni piedad. Nosotros hemos quedado mal impresionados y tenemos dudas de que se haya salvado. Sentimos tristeza de que un joven de nuestro grupo haya tenido una muerte tan desagradable.

Enseguida se me apareció un personaje que me dijo: – Mire, son tres los que van a morir en este año. Dígales a sus discípulos que así como la muerte de los dos primeros llena de consuelo y de esperanza pues recibieron los Santos sacramentos con fervor, porque durante su vida los había recibido siempre con piedad y devoción, así llena de tristeza lo que sucedió al tercero que cuando tenía buena salud no comulgaba ni se confesaba y al llegarle la hora de la muerte tuvo muy poca devoción y piedad al recibir los sacramentos. Dígales que los que quieren tener una buena y santa muerte deben comulgar frecuentemente con verdadera devoción. Así que el lema o Aguinaldo para el año que empieza será: “La comunión devota y frecuente es un medio muy eficaz para obtener una buena y santa muerte”.

Segunda parte: Los cuernos en la cabeza.

El guía me llevó después a un gran campo donde había una multitud incontable de jóvenes. Me puse a mirarlos con atención y vi algo que me llenó de horror: en la cabeza de muchos de ellos había dos cuernos. Unos tenían los cuernos cortos y otros muy largos. Unos tenían los cuernos completos y otros los tenían partidos. Algunos daban señales de haber tenido cuernos pero se los habían cortado y la cicatriz ya estaba sanada. En cambio a otros sus cuernos les crecían de manera alarmante. Y algunos no solamente aceptaban tener dos cuernos en su cabeza sino que se enorgullecían de tenerlos y se dedicaban a dar cornadas a sus compañeros. Y me llamó la atención que algunos tenían un solo cuerno en la mitad de la cabeza, pero grande y feroz, y eran los más peligrosos para herir a los demás. Vi también a alguno con la frente hermosa y serena que jamás se había visto afeada por semejante deformidad. Puedo decirle a cada uno de mis alumnos en qué estado vi allí a cada uno.

Tercera parte: Las tres desgracias o calamidades.

Luego el guía me llevó a una altura desde donde observé una llanura llena de combatientes que se mataban ferozmente unos a otros. Y me dijo:- Habrá guerra y se derramará mucha sangre.

Nos retiramos de aquél campo de muerte y pasamos a un jardín y allí escuchamos un grito estridente y asustador que decía: – Huyamos de aquí. Huyamos de aquí.

Vi que la gente salía corriendo y que de vez en cuando algunos caían muertos por el suelo.

Pregunté a uno de los que huían: – ¿Qué pasa? ¿Por qué salen huyendo? Y me dijo muy asustado: – Llega una epidemia de cólera. Hasta 50 defunciones diarias en un solo rector.

Seguimos andando y más adelante vimos una gran cantidad de gente pálida, sin ánimos, debilitada, con las ropas destrozadas. Yo pregunté: – ¿Qué le sucede a éstos? ¿Qué significa ese estado en que están? Y una voz me respondió: – Habrá una gran carestía y mucha escasez de alimentos y la gente no tendrá con qué comprar lo que necesita.

Oí entonces que la multitud gritaba: – ¡Hambre, hambre, tenemos hambre! Y buscaban afanosamente algo para comer y no lo encontraban.

Los remedios.

Pregunté al guía: – ¿Y esto sucederá muy pronto? – Sí, está ya para suceder.

– ¿Y qué remedios se pueden emplear para alejar tan grandes males? – Estos males se alejarán si la gente hace esfuerzos serios por no pecar. Si dejan de emplear ese vocabulario indebido que usan. Si honran a Jesús Sacramentado con la Santa Misa, la comunión y las visitas al Santísimo, y si invocan más a María Santísima a quienes muchos la tienen muy olvidada.

– ¿Y cómo hacer para que a mis discípulos no les vayan a llegar estás desgracias? El guía me miró fijamente y me dijo: – Dígales a sus discípulos que si quieren ver lejos de ellos los castigos de Dios se dediquen con verdadero esfuerzo a evitar cuanto más puedan el pecado. Que sena devotos a Jesús Sacramentado asistiendo a la Santa Misa, comulgando y visitando al Santísimo en el Templo y que honren a María Santísima como hijos muy cariñosos. Pero tengan muy presente que basta que haya uno solo que quiera seguir viviendo en pecado grave, para que ese traiga castigos de Dios y desgracias para toda la casa.

En ese momento se desató una tormenta espantosa y empezó a caer una terrible granizada y a mí me cayó en la cabeza un granizo tan grande que… me despertó.

Mis buenos amigos: tratemos de hacer cada uno todo lo que pueda evitar lo más posible todo pecado. Preparémonos para morir santamente por si este año tenemos que morir. Recemos con mucha devoción a la Santísima Virgen y no olvidemos el lema o Aguinaldo para este año: – “La confesión y la comunión frecuente y devota son un gran remedio para salvar el alma”.

Buenas noches.

Explicaciones: El salesiano Esteban Bourly escribió el sueño tal cual se lo oyó contar aquella noche a Don Bosco, y los salesianos Joaquín Berto y José Bologna se propusieron anotar bien los datos sucedidos durante aquel año para ver si se cumplían los anuncios hechos por el Santo al narrar este sueño. En ese año murieron tres jóvenes del Oratorio. Al principio uno, que murió muy santamente. Tres meses después murió otro asistido personalmente por Don Bosco. Y más tarde murió el tercero a quien el Padre Cagliero a duras penas logró hacer que se confesara antes de morir.

En los cuernos en la cabeza pudo ver muy claramente el estado espiritual de sus alumnos y hasta conocer a algunos que estaban haciendo mucho mal.

Las tres desgracias sucedieron en ese año de manera muy dolorosa y en el mismo Oratorio de Turín se sufrió mucho por la escasez de alimentos y porque los papás de los alumnos habían quedado en tan gran pobreza que no tenían con qué pagar la módica pensión que allí se les cobraba. Pero los que vivían en gracia de Dios, y eran devotos del Santísimo Sacramento y de la Virgen María, alejaron la epidemia y consiguieron muchas ayudas de Dios para todos los de la casa.

65. Saltando sobre la torrente 1868 (MB. 9,132).

El 17 de abril de 1868 el Padre Director del colegio de Lanzó, donde estaba hospedado Don Bosco, le preguntó por qué había dado durante la noche unos gritos que demostraban gran pavor. El Santo contó que esa noche había tenido el siguiente sueño: Soñé que me encontraba a la orilla de un torrente no muy ancho pero de aguas turbias y tormentosas. Muchos alumnos trataban de saltar y pasar al otro lado.

Algunos tomaban impulso empezando la carrera desde varios metros atrás y conseguían caer de pie a la parte seca de la otra orilla, como buenos gimnastas. Pero otros fracasaban. Unos caían de pie en la parte interior de la orilla y perdiendo en equilibrio se precipitaban de espaldas dentro del agua. Otros caían con ruido en el centro del torrente y desaparecían. Algunos se golpeaban la cabeza o el pecho contra las piedras que sobresalían entre las aguas y se rompían el cráneo y echaban sangre por la boca.

Yo me afanaba al mirar estas escenas tan dolorosas y gritaba y palmoteaba, advirtiendo a los jóvenes que fueran más prudentes, pero todo era inútil.

El torrente se iba llenando de cadáveres que se iban precipitando de catarata en catarata y terminaban por estrellarse contra una roca que sobresalía en un sitio donde el torrente daba vueltas, y donde el agua era más profunda, y desaparecían tragados por un remolino. Allí se cumplía lo que dice el Salmo 42: “Un abismo llama a otro abismo”.

Cuantos discípulos míos muy amados que oyen este sueño son llevados por el agua del torrente espumoso, con peligro de perderse para siempre.

 

¿Pero cómo siendo personas tan alegres, tan llenas de vida, tan valientes, se dejan llevar por la corriente? ¿Por qué fracasan al tratar de saltar hacia el otro lado del torrente? Puede ser porque tienen algún compañero, alguna amistad que les pone zancadilla, que los tira hacia atrás, o que les da un empujón, con lo cual pierden el equilibrio y caen a las aguas tormentosas, y fallan el salto, y pueden perderse para siempre.

Y puede ser que muchos de esos desdichados que hacen el oficio de demonios y buscan la ruina espiritual de los demás, escuchen también este sueño. (Habría que decirles las palabras de Nuestro Señor: “Ay de aquél que escandalice a uno de estos pequeños: más le valiera que le colgaran una piedra muy pesada al cuello y lo echaran al fondo del mar”). Yo les preguntó: – ¿Por qué querer encender con sus malas conversaciones las malas pasiones en los corazones de los demás? ¿Por qué burlarse de los que rezan y reciben los sacramentos y con sus burlas alejan a algunos de recibirlos?

 

Con esto lo único que consiguen son castigos de Dios. Yo les suplico: aléjense del pecado. Traten en serio de salvar su propia alma. Yo quiero ayudarles a todos a conseguir el Paraíso Eterno.

La orilla desde donde saltan los jóvenes es la vida ordinaria de cada día. La orilla a donde quieren llegar es la gloria del paraíso. El agua del torrente son los pecados y las ocasiones de pecar, que arrastran y causan la muerte espiritual a las personas. Los gritos que el Padre Director oyó en la pieza de Don Bosco eran los avisos que les enviaba a los imprudentes que se lanzaban sin cuidado e iban a ser arrastrados por la corriente.

66. Las fieras y los jóvenes 1868 (MB. 9,133).

Soñé que llegaba a un campo donde todos los jóvenes se dedicaban a jugar alegremente. Pero de pronto se presentó una escena muy desagradable:

 

aparecieron animales feroces de todas clases: leones cuyos ojos brillaban de crueldad; tigres que afilaban sus garras para destrozar; lobos que rodeaban traicioneros a los grupos de jóvenes para hacerles mucho mal; osos que producían miedo al extender sus enormes manotas para ahogar y asfixiar a los que se les acercaran.

Y las fieras se lanzaban contra los jóvenes, muchos de los cuales quedaban extendidos por el suelo como muertos; las fieras destrozaban con sus uñas a muchísimos muchachos y a otros los mataban a mordiscos. Muchísimos jóvenes corrían llenos de temor y se me acercaban diciéndome: – Don Bosco, defiéndanos.

Sin embargo algunos eran tan imprudentes que en vez de huir de aquellos mortales enemigos se ponían a jugar con ellos y a sonreírles, con gravísimo peligro de ser destrozados por ellos.

Yo corría de un lado a otro llamando a unos y a otros y rogándoles a gritos que no se acercaran a las fieras.

Al ver el campo tan lleno de cadáveres de jóvenes, y el oír los gemidos de los que habían sido heridos por los animales feroces, y al escuchar el rugido de aquellas fieras, sentí tanta emoción que… me desperté.

¿Y qué diré acerca de esos tigres, leones, lobos y osos? Que son las tentaciones que nos quieren hacer pecar. Unos van donde el sacerdote y con su ayuda se libran de muchos peligros. Otros ponen a jugar con el fuego y se queman. No rechazan la tentación y la tentación les mata el alma. Ojalá que cada uno recuerde que tiene un alma qué salvar.

Yo vi allí a jóvenes y los recuerdo muy bien a algunos los vi asociados a los lobos para hacer el mal. No los nombro aquí pero les quiero advertir muy seriamente su responsabilidad. Es necesario que cada cual recuerde aquella frase del Libro Santo: “Acostúmbrate a tener una buena conducta desde tu juventud y verás que en la edad mayor te quedará más fácil no apartarte del buen comportamiento”.

67. La aparición del monstruo 1868 (MB. 9,159).

La noche del 30 de abril de 1868 Don Bosco hizo reunir a todo su alumnado y les dijo: Les voy a decir y a narrar hechos desagradables. Pensaba no decírselos porque me desagrada hablar de cosas miedosas y negativas, pero me sucedió algo muy especial. Yo había tenido unos sueños terroríficos en días pasados y me propuse no contarlos a mis discípulos porque creí que eran simplemente unos sueños y nada más. Pero luego mientras dormía, la siguiente aparición que me ha llevado a contarles también los otros dos sueños.

Me pareció que entraba en mi habitación un monstruo grandísimo que se acercó y fue a colocarse a los pies de mi cama. Era asqueroso y feo como el más horrible sapo, y grande y grueso como un buey.

Yo lo miraba fijamente y del susto casi no podía ni respirar. El monstruo fue aumentando poco a poco de volumen: le crecían las patas, le crecía la barriga, le crecía la cabeza, y cuanto más aumentaba su grosor, más horrible y feo se volvía. Era de color verde, con una línea roja alrededor de la boca y del pescuezo, que lo hacia más horriblemente espantoso. Sus ojos eran como llamaradas, y sus orejas huesudas, muy pequeñas. Y yo pensaba:

 

– ¡Pero si el sapo no tiene orejas! Encima de sus ojos salían dos cuernos y de sus espaldas salían dos grandes alas verduscas. Sus patas tenían uñas como las de un león, y además tenía una larga cola que terminaba en dos puntas.

Se fue acercando a mí mostrándome sus grandes hileras de dientes muy afilados. Yo sentí entonces mucho miedo, porque me parecía que era un verdadero demonio. Empecé a gritar pidiendo auxilio pero a esas horas de la noche nadie me oía.

– ¿Qué será de mí? – le grité al infernal monstruo.

Pero él se acercaba más y más. Puso sus patas traseras en los pies de mi cama y alargando el cuerpo hacia delante, puso su hocico cerca de mi cara.

 

Yo sentí tal escalofrío que de un salto me senté en la cama, dispuesto a bajarme al suelo, pero el monstruo abrió la boca amenazador. Yo hubiera querido defenderme pero era tan asqueroso que no me atreví a tocarlo.

Entonces grité: – En nombre de Dios, ¿por qué hace esto? El sapo al oír esas palabras se retiró un poco. Entonces hice la señal de la cruz, y al oír y ver esta oración aquel monstruo dio un grito terrible y desapareció, pero mientras desaparecía se oyeron unas palabras que decían claramente: – ¿Por qué no habla? ¿Por qué no cuenta lo que vio en sueños? Con esto me vine a dar cuenta de que es voluntad de Dios que les cuente lo que vi el otro día en sueños. De lo contrario traicionaría mi conciencia. Y contando esto quizás me veré libre de apariciones de monstruos. Así que obedeciendo a las últimas palabras de esta aparición voy a contarles los siguientes sueños: Explicación: Don Bosco había tenido varios sueños al principio de abril pero eran miedosos y le pareció que no los debía contar a sus discípulos para no asustarlos. Sin embargo, después de las palabras que oyó en esta miedosa aparición, se propuso contar cada uno de estos sueños y para eso reunió a todo el alumnado y les narró lo que viene a continuación:

68. La muerte, el juicio, el paraíso 1868 (MB. 9,16).

El 5 de abril tuve un sueño que me fatigó mucho, de manera que al amanecer me sentía tan cansado como si hubiera trabajado toda la noche, y estaba intranquilo e inquieto.

Soñé que me había muerto y que me presentaba ante el juicio de Dios para darle cuenta de mis palabras, acciones y pensamientos. Luego soñé que llegaba al paraíso y que me encontraba muy feliz allá. Al despertarme se me fue la ilusión de estar gozando ya en el paraíso pero me vino el consuelo de no tener que presentarme todavía a dar cuentas ante el Tribunal de Dios y de tener tiempo para prepararme mejor a una santa muerte. Mi propósito fue hacer en adelante todo lo posible por salvar mi alma y conseguir el Paraíso Eterno.

Estas cosas puede ser que no tengan importancia para los que las oyen, pero para mí sí fueron de mucha importancia porque me hicieron pensar seriamente en lo que me espera al final de la vida.

El Libro Santo recomienda: “Piensa en lo que te espera al final de la vida, y así evitarás muchos pecados” (Ecles. 7,40).

El próximo sueño sí es de mayor interés para los oyentes.

69. El sueño de la vid 1868 (MB. 9,160).

1a. Parte: La vid que crece.

El 9 de abril, era Jueves Santo y apenas me dormí y empecé a soñar. Vi que estaba en el patio rodeado de muchos sacerdotes, clérigos y alumnos. De pronto nació junto a nosotros una vid o mata de uvas, y empezó a crecer de manera admirable y a subir y subir. Se llenó de hermosas ramas y cada rama tenía grandes y sabrosos racimos de uvas. Y fue creciendo rapidísimamente hasta cubrir todo el patio del colegio y varias hectáreas más a su alrededor. Y lo admirable es que las ramas se extendían sin apoyarse en nada formando un inmenso techo que nos cubría a todos. ¡Qué bellas eran sus hojas, qué agradables sus racimos, qué impresionantemente bella era toda aquella vid! Mis compañeros y yo decíamos entusiasmados: – ¿Pero cómo logró crecer de manera tan rápida? De un momento a otro todos los granos de uva se convirtieron en muchachos que caían al patio y se dedicaban a jugar alegremente debajo de aquella inmensa vid. Allí estaban mis discípulos de ahora y los que vendrán en los tiempos futuros.

2a. Parte: La vid sin frutos.

De pronto la alegría de los jóvenes desapareció y la vid fue cubierta con un gran velo de luto y desaparecieron todos sus frutos. Un personaje se me apareció y me mostró un letrero donde estaba escrita aquella frase del Evangelio que dice: “He venido a buscar frutos y no los encuentro” (Sn. Luc. 13,6). Es lo que Jesús anunció que dirá el Señor cuando llega año tras año y no los encuentra. Jesús dijo que añadirá: “Quítenle de aquí. ¿Para qué ocupar un sitio inútilmente?” (Sn. Luc. 13,7).

Yo le pregunté al personaje qué significaba aquel velo oscuro y aquel letrero y me respondió: – Esos son los que pudiendo hacer el bien no lo hacen (el apóstol Santiago dice: “El que puede hacer el bien y no lo hace, peca”). Son los que hacen bien para ser vistos y para aparecer bien ante los demás. (De ellos dijo Jesús: “Todo lo hacen para ser vistos y alabados por la gente, y por eso ya recibieron su premio en esta tierra”). Son los que si se portan bien lo hacen es por temor a los castigos y regaños, y no por agradar a Dios. Son los que cumplen sus deberes como a la fuerza y no de buena gana y alegremente.

Sentí una gran tristeza al ver en este grupo algunos que yo creía muy buenos, sinceros y de excelente voluntad.

Pero el grupo que venía luego era mucho peor.

3a. Parte: Los frutos dañados.

Enseguida se me presentó una nueva escena, más angustiosa que la anterior. Vi que entre las ramas de la vid había muchísimos racimos de uvas que a primera vista aparecían raquíticos, podridos y llenos de moho. Unos estaban llenos de gusanos y de insectos que los devoraban. Otros estaban picoteados por las aves y las avispas. Varios estaban podridos y secos. Ningún buen fruto se podía sacar ya de ellos. Y todos despedían un hedor fastidioso.

De un momento a otro aquellos racimos de uvas se convirtieron en jóvenes, pero no eran ya aquellos muchachos alegres y contentos y hermosos que había visto al principio del sueño. Estos tenían un rostro feo, sombrío, triste y cubierto de llagas.

Andaban encorvados y melancólicos. Ninguno hablaba. Allí había discípulos míos de la actualidad, y discípulos que llegarán en el futuro. Todos estaban avergonzados y no se atrevían ni levantar la mirada.

Espantado pregunté a mi guía por qué los que antes estaban tan contentos y hermosos aparecían ahora tristes y feos. Él me contestó: – Esas son las consecuencias del pecado.

Los jóvenes empezaron a desfilar delante de mí y el guía me dijo: – Obsérvelos bien detenidamente.

Me puse a mirar atentamente y vi que algunos llevaban escrito en la frente o en la mano su pecado. Me quedé aterrado al ver algunos que yo me imaginaba que eran excelentes personas, tenían el alma manchaba con culpas gravísimas.

En la frente de unos se leía: “Impureza”. En la de otros: “Escándalo y mal ejemplo”. En otros: “Orgullo, vanidad”, “Ira, mal genio, rencor, espíritu de venganza”, desobediencia, malas palabras, pecados de lengua, robo, gula…

El guía me dijo: – Recomiéndeles que si quieren alejar esos pecados tienen que frecuentar los sacramentos de la confesión y de la comunión. Que cuiden sus miradas, que huyan de las malas lecturas y de las malas conversaciones. Que recen más y mejor. Estudio, trabajo y oración son tres remedios que los conservarán buenos.

4a. Parte: Los frutos buenos.

Se corrió un velo y apareció una nueva escena: una vid llena de los más hermosos racimos de uvas. Daba gusto mirarlos, y esparcían a su alrededor una fragancia exquisita. Los racimos se convirtieron enseguida en jóvenes, llenos de vigor, de hermosura y alegría. Son discípulos míos de ahora y discípulos que llegarán en tiempos futuros. Sus rostros eran alegrísimos y radiantes de felicidad. Y el guía me dijo: – Estos son aquellos discípulos tuyos que en lo presente y en lo futuro logren practicar la virtud y producir buenos frutos para el Cielo.

Y me alegré mucho al verlos, pero sentí también cierta tristeza porque no eran tantos como yo había deseado que fueran.

5a. Parte: Las uvas malolientes.

Vi luego que aparecía otra mata de vid con enormes ramas y con uvas tan grandes, que se necesitaba la fuerza de un hombre para poder llevar un racimo. Las uvas eran muy bellas por fuera, pero el Padre Cagliero quiso probar una e inmediatamente sintió náuseas y tuvo que escupir varias veces diciendo: – Esto es un veneno. Esto es capaz de matar a un cristiano.

Luego apareció un personaje y yo le pregunté: – ¿Cómo se entiende que unas uvas tan hermosas tengan un sabor tan desagradable? Él me respondió y me dijo: – Observe bien detenidamente cada uva.

Me acerqué y observé y en cada grano de uva vi el nombre de uno de mis discípulos, y junto a sus nombres leí con horror algunos de estos letreros:

 

“Orgulloso – infiel a sus promesas. Impuro – hipócrita – Descuidado en sus deberes – Calumniador – Vengativo – Duro en su trato – Comulga en pecado – Desobediente y rebelde – Escandaloso, da mal ejemplo – Enseña cosas indebidas.

Delante del nombre de otros vi escrito alguno de estos letreros: “Su Dios es su vientre (come o bebe de gula). La ciencia lo ha vuelto orgulloso. Busca sus propios intereses, y no los de Jesucristo.

El personaje tomó una vara y dijo: – Hay que golpear esa mata de uva.

Yo le respondí: – En el Evangelio se cuenta que el viñador pidió de plazo un año para cuidar mejor la mata de uva, antes de que fuera castigada. (Sn. Luc. 13,8).

El personaje dijo: – Se les concede ese plazo, pero si no cambian vendrá el castigo.

6a. Parte: La granizada.

De un momento a otro aquellos granos de uva que estaban tan podridos se fueron volviendo más grandes y repugnantes y el guía gritó: – ¡Miren ya viene el castigo de Dios! Y entonces estalló una horrenda tormenta y la oscuridad de una espesa nube cubrió la vid. Retumbaron los truenos, brillaron los relámpagos y empezaron a caer una espantosa granizada. Cada granizo era tan grande como un huevo de gallina. Los granos de granizo eran unos de color negro y otros de color rojo y olían horriblemente mal.

Y vi que cada granizo negro llevaba escrito esta palabra: “Impureza” y cada grano rojo tenía grabada esta otra palabra: “Orgullo”.

Y el guía me explicó: – Esos son dos pecados que pueden hacer muchísimo daño a tus discípulos: la impureza y el orgullo.

Los granizos fueron destronando sin compasión todos los racimos de uvas y se esparció un olor insoportable. Yo lleno de asco y de miedo quise salir corriendo y al empezar a correr… me desperté.

Como ven, este sueño es muy desagradable y por eso pensaba no narrarlo, hasta que se me apareció aquel monstruo y oí la voz que me gritaba: “¿Por qué no hablas?”. ¿Por qué no cuentas lo que has visto en sueños? Pero ahora tengo que contarles otro sueño todavía mucho más desagradable y miedoso que los anteriores. Eso será mañana.

70. Sueño del infierno 1868 (MB. 9,169).

El 3 de mayo de 1868 Don Bosco habló así a todo su alumnado: Ya les conté cómo la noche del 17 de abril un sapo espantoso se me apareció y me amenazó con tragarme si no les contaba los sueños miedosos que había tenido, y una voz fuerte me gritó: “¿Por qué no hablas?”. Voy pues a hablar y a contar lo que vi en sueños.

Acababa de dormirme cuando vi que se acercaba a mi cama el guía de los anteriores sueños, el cual me dijo: – Véngase conmigo. Rápido que no hay tiempo que perder.

Lo seguí y mientras caminábamos le pregunté:- ¿A dónde me va a llevar esta vez? Él me respondió: – Ya lo verá.

Llegamos a una llanura tan grande que no se veía donde terminaba.

Pero era como un desierto. No se veía por allí ninguna persona, ni fuentes, ni plantas verdes. Las pocas plantas que había eran secas y amarillentas.

Después de un largo y triste viaje por aquel desierto llegamos a un camino ancho y fácil. Era como para recordar la frase del Libro Santo: “Ancho es el camino que lleva a la perdición, y son muchos los que viajan por él”. (Sn. Mateo 7,13).

El camino estaba rodeado de rosas y de lindas flores. Y aquella vía iba descendiendo cuesta debajo de tal modo que yo empecé a descender de una manera tan precipitada que casi no necesitaba ni mover los pies, y la carrera era cada vez más veloz.

Los lazos: De pronto vi que por el camino me seguían más discípulos de ahora y del futuro. Y noté cómo algunos caían por el suelo y eran arrastrados por una fuerza misteriosa hacia un horno ardiente. Entonces pregunté al guía: – ¿Qué es lo que hace caer a esos pobres? Y él me respondió con una frase del Salmo 139.

– Por el camino por el que andan les han tendido un lazo.

Me acerqué y pude ver que los jóvenes pasaban por sobre muchos lazos tendidos a manera de trampas, pero que no se veían casi.

Muchos de ellos al andar quedaban presos por los lazos sin darse cuenta del peligro y luego caían y eran llevados hacia el abismo. Unos quedaban presos por las manos, otros por los pies, algunos por la cabeza y otros por la cintura, e inmediatamente eran lanzados hacia abajo.

Algunos lazos eran casi invisibles y muy delgados pero llevaban también al abismo y pregunté al guía qué significaban y él me explicó: – Es el respeto humano. El miedo a hacer el bien o a evitar el mal, por temor al qué dirán o pensarán los otros.

Pregunté de nuevo al guía por qué los jóvenes eran llevados fuertemente hacia el abismo. Y él me aconsejó: – Asómese, y mire bien.

Me asomé y empecé a tirar de uno de esos lazos, el cual me traía hacia abajo. Tiré con fuerza del lazo y logré sacar del abismo a un espantoso monstruo que infundía espanto, y que mantenía fuertemente agarrada a sus garras la extremidad de la cuerda. Este era el que apenas alguno caía en la trampa lo arrastraba hacia el abismo. Le hice la señal de la cruz para que se alejara y exclamé: – Es el demonio que tiende a mis discípulos estos lazos o trampas para llevarlos a la condenación.

Miré con atención aquellos lazos y vi que cada uno tenía un letrero. Uno decía: “Orgullo”, otro: “Desobediencia”. Un tercero se llamaba: “Envidia” y un cuarto tenía este letrero: “Pecados contra el sexto mandamiento: impureza”. Algunos se llamaban: “Ira, mal genio” o “pereza”.

Me puse a observar cuáles eran los lazos que más gente se llevaban al abismo y noté que eran los de “Impureza”, “Desobediencia” y “Orgullo”.

Vi a unos jóvenes que descendían al abismo a mayor velocidad que los demás y pregunté al guía por qué bajaban más de prisa y me respondió:

– Porque son arrastrados por el respeto humano. Temor al qué dirán o pensarán los demás.

Los cuchillos: y otras armas.

Pero noté también que entre los lazos estaban esparcidos unos cuchillos y que con ellos se podían cortar los lazos y librarse de ser arrastrados hacia el abismo. El cuchillo más grande se llamaba MEDITACIÓN. Otro poco menor tenía este letrero: LECTURAS DE LIBROS BUENOS. Había también dos espadas para cortar los lazos. Una se llamaba DEVOCIÓN AL SANTÍSIMO SACRAMENTO y en la otra DEVOCIÓN A LA SANTÍSIMA VIRGEN. Y un martillo con este letrero: CONFESIÓN.

Muchos rompían con estás armas los lazos al quedar prendidos o se defendían con ellas para no caer en sus trampas. Y hasta vi a algunos que lograban pasar entre los lazos sin dejarse amarrar por ninguno de ellos.

El horrible camino.

Desaparecieron las rosas que rodeaban el camino y sólo aparecieron montones de espinas que punzaban y hacían muy difícil el caminar.

Y el camino fue descendiendo abruptamente y cada vez se hacia más espantoso, lleno de piedras agudas; desalientes, de tropezones, de estorbos.

Yo volví a mirar y ya mis jóvenes habían desaparecidos de allí y muchísimos de ellos habían abandonado aquella vía tan peligrosa y engañosa, y se habían devuelto por otros caminos mucho más seguros.

Continué avanzando por aquel camino, pero cuanto más avanzaba, más áspera y más vertical era la bajada, de manera que a veces resbalaba y caía al suelo. De vez en cuando el guía acudía en mi auxilio y me ayudaba a levantarme. A cada paso se me doblaban las rodillas y parecía que se me iban a descoyuntar los huesos.

El guía me animaba a seguir y viéndome sudoroso y lleno de un cansancio mortal me llevó a un pequeño promontorio desde donde pude ver el camino que habíamos recorrido. Parecía cortado a pico, y estaba llano de piedras puntiagudas.

Después de haber descansado un poco seguimos bajando. El camino se hacia cada vez más horriblemente abrupto, de manera que casi no lograba mantenerme en pie.

Edificio en llamas.

Y he aquí que al fondo del precipicio se presentó ante nuestra vista un edificio inmenso que tenía una puerta altísima y cerrada. Un calor sofocante lo rodeaba y una enorme columna de humo de color verdoso, entremezclada con grandes llamaradas, se elevaba sobre aquellas pavorosas murallas.

 

Pregunté al guía:- ¿En qué sitio nos encontramos? – Donde ya no hay salvación.

Me di cuenta de que nos hallábamos ante las puertas del infierno.

El guía me invitó a observar en las murallas de aquel horno y allí estaban escritas ciertas frases de la Sagrada Escritura.

Por ejemplo: “Id malditos al fuego eterno preparado para el diablo y sus seguidores” (Sn. Mateo 25,42). “Todo árbol que no da frutos será cortado y echado al fuego” (Sn. Lucas 3,9).

Un joven que cae.

El guía con el rostro muy serio y triste volvió a mirar hacia arriba y me dijo: – Observe.

Levante la vista y vi que por aquel camino de precipicio bajaba uno a toda velocidad. Lo observe bien y noté que era uno de mis discípulos. Llevaba los cabellos desordenaos y las manos tendidas adelante como quien nada hace para salvarse de aquella caída. Quería detenerse pero no podía.

 

Tropezaba con las piedras afiladas del camino y ellas le daban más impulso hacia abajo.

– ¡Detengámoslo, ayudémosle! – gritaba yo. Pero el guía me dijo: – Es inútil. Va sufriendo la justicia divina, la ira del Señor lo castiga. (El Salmo 2 dice: “Sirvan al Señor con temor. No sea que se disguste y vayan a la ruina. Porque estalla de pronto su ira”).

Yo le pregunté: – ¿Y por qué mira hacia atrás como asustado? – Es que teme la ira del Señor y quiere huir de sus castigos.

Aquel pobre seguía descendiendo y volviendo la cabeza hacia atrás y mirando con ojos de terror por si la ira de Dios lo seguía: y corría precipitadamente hacia la puerta de bronce. Cayó sobre ella y como consecuencia del choque la puerta se abrió de par en par y oí que se abrieron luego diez, cien y mil puertas más con indecible estruendo y él arrastrado por el torbellino, pasó por en medio de todas aquellas puertas velocísimo, incontenible, hasta que cayó en el pavoroso horno desde el cual se levantaban globos de fuego ardiente. Enseguida todas las puertas se cerraron con la misma rapidez con que se habían abierto.

Otros que viajan en el abismo.

El guía me dijo: – Observe otra vez.

Volví a mirar hacia arriba y vi bajar precipitadamente por el mismo camino otros rapidísimamente uno tras otro. Iban con los brazos abiertos y gritaban de espanto. Llegaron abajo, chocaron con la puerta de bronce y ésta se abrió, y después de ella se abrieron las otras mil puertas, y empujados hacia aquél larguísimo corredor se oyó un ruido infernal y ellos desaparecieron a lo lejos y las puertas se cerraron otra vez. Logré conocer a los tres. Después de éstos cayeron de la misma manera muchos más.

A un pobre joven lo vi caer al abismo, impulsado por los empujones de un malvado compañero.

Todos los que caían al abismo llevaban escrito en su frente su pecado. Yo los llamaba pero ellos no me oían. Chocaban contra la puerta de bronce, ésta se abría, y luego se abrían también las otras puertas. Desaparecían ellos y al cerrarse las puertas se hacia un silencio de muerte.

El guía me dijo: – He aquí algunas de las causas de estás caídas: los malos compañeros, las malas lecturas, las malas costumbres.

Yo le pregunté: – Pero entonces ¿para qué trabajar en nuestros colegios si éstos vienen a llegar a un lugar tan horrible? Y él me respondió: – Eso que ha visto es el estado en que están sus almas, y si murieran ahora llegarían a este lugar. Todavía se les puede avisar y prevenir para que cambien. ¿Pero cree que algunos se corregirán si se les avisa? Al principio les impresionará, pero después no harán caso, diciendo: se trata solo de un sueño. Y se volverán peores que antes. Algunos se confesaran por temor pasajero de caer en el infierno pero seguirán con el corazón apegado a sus pecados.

– ¿Y qué remedios recomendarles? – Que obedezcan los que les dicen sus superiores; que cumplan bien el Reglamento y que frecuenten los Santos Sacramentos.

Entrando al mismo infierno.

El guía me invitó a entrar al infierno. Yo sentía mucho miedo pero me puse a pensar: – Para ser condenado a quedarse en el infierno tiene uno que haber pasado antes por el Juicio de Dios y haber recibido sentencia de condenación. Y yo no he recibido todavía esa sentencia; luego, entremos.

Y penetramos en aquel estrecho y horrible corredor. Sobre cada una de las puertas internas había un letrero. Sobre una puerta horriblemente fea, la más fea puerta que he visto en toda mi vida, leí este letrero: “Los impíos, los que no le dan importancia a Dios”; y luego aquella otra frase del Evangelio: “Aquí será el llorar y el crujir de dientes”.

Era como avisos de lo que puede esperar a quienes siguen en paz con sus pecados, sin hacer nada serio por corregirse.

La caverna.

Entramos luego con enorme susto mío, a una pavorosa caverna, que se perdía en las profundidades excavadas en las entrañas de los montes.

Todo estaba lleno de un fuego que, dejaba a cada cual incandescente y blanco a causa de sus elevadísimas temperaturas. Todo estaba incandescente:

 

paredes, pisos, techos. Aquel fuego era mucho más caliente que el de cualquier horno del mundo y no reducía a cenizas lo que tocaba sino que lo volvía incandescente. El profeta Isaías dice: “Para los que se rebelaron contra Dios, el gusano roedor de su conciencia no se morirá y el fuego que los atormenta no se apagará” (Is. 66,24), Vi enseguida a uno de mis discípulos que bajaba con gran velocidad hacia el precipicio. Y lanzando un grito agudísimo cayó en el horno encendido y quedó incandescente por el fuego y quieto como una estatua. Reconocí muy bien quien era él.

Luego llegó allí otro de nuestros alumnos con furor desesperado, y corriendo se precipitó en el horno y quedó hecho una brasa y quieto. Y así fueron llegando muchos más- daban un grito, se convertían en carbón encendido y quedaban quietos, como paralizados.

Y recordé aquella frase: Hacia el lado hacia el cual se halle inclinado el árbol, hacia ese lado caerá. El que vive inclinado hacia el pecado, caerá hacia el castigo.

Pregunté entonces al guía: – Pero éstos que corren con tanta velocidad hacia los castigos de la eternidad, ¿no se dan cuenta de que van a llegar a esa desgracia? El guía me respondió: – Sí; ellos saben que van hacia el castigo. (Dios no deja pecado sin castigo. Él le dijo varias veces a Moisés en el monte Sinaí: Yo perdono, pero no dejo sin castigo el pecado). Han sido avisados muchos veces de los peligros que corren si siguen en esa de vida de pecado, pero lo siguen cometiendo y no lo quieren abandonar. Rechazan la misericordia de Dios que los llama continuamente a la conversión. Están desafiando a la Justicia Divina y entonces puede ser que Dios permita que sus malas costumbres y sus malas inclinaciones los arrastren pavorosamente hacia la perdición.

El horno por dentro.

El guía me invitó a observar lo que había dentro del horno ardiente y me acerqué y observé y vi con horror que aquellos pobres infelices se propinaban mutuamente tremendos golpes causándose heridas terribles y se mordían como perros rabiosos. Otros se arañaban unos a otros el rostro o se destrozaban las manos.

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Visión Celestial.

Pronto se despejó la parte superior del horno y pudieron ver allá arriba, en un hermosísimo Cielo a sus compañeros que tuvieron un buen comportamiento y que eran totalmente felices y hermosos para siempre. Esto aumentaba la tristeza y el desespero de los que se habían condenado.

 

Se cumplían lo que dice el Libro de la Sabiduría: “Al ver el triunfo de los buenos quedarán consternados y dirán: esos son aquellos de los cuales nosotros nos burlábamos. Su buen comportamiento nos parecía una tontería y ahora son aceptados como hijos de Dios. Y nosotros equivocamos el camino; nos fuimos por sendas de impiedad y de perdición y no quisimos marchar por el camino que nos indicaba el Señor.

¿De qué nos sirvió nuestra vida de pecado? Todo pasó como un humo alejado por el viento y en cambio los que se comportaron bien vivirán felices eternamente”. (Sap. Cap. 5).

Yo le pregunté al guía: – ¿Pero estos jóvenes ya están condenados? Él me respondió: – Lo que está viendo y oyendo es lo que les puede suceder a sus discípulos si siguen en el pecado y no se convierten. Es un aviso para que no vengan acá, a este sitio de tormentos. Hay varios que si en este momento se mueren se condenarán, porque tienen el alma muerta por graves pecados.

Los gusanos que roen.

 

Enseguida el guía me llevó a un subterráneo tenebroso donde vi muchos de nuestros alumnos actuales y muchísimos que vendrán después. Todos estaban cubiertos de gusanos y de asquerosos insectos que les roían y les devoraban el corazón, las manos, los ojos, la boca y los pies. Daba verdadero horror el ver la manera tan cruel como eran atormentados por esos gusanos e insectos. Allí estaban escritas estas palabras de la Sagrada Escritura: “En el día del Juicio, el Señor Omnipotente les dará como castigo entregar su cuerpo a los gusanos; y llorarán de dolor eternamente” (Judith 16,17).

Y el guía me explico: – Los gusanos significan los remordimientos que sentirán al recordar que tuvieron mil remedios y ocasiones para convertirse y empezar a ser mejores y no los quisieron apreciar. Esos insectos significaban la tristeza que sentirán por todos los pecados no perdonados. Son los recuerdos amargos de tantas promesas que le hicieron a Dios y a la Virgen de que iban a cambiar y a mejorar de conducta, y no cumplieron lo prometido. Serán las angustias que sentirán al pensar que habrían podido salvar si se hubieran hecho pequeños sacrificios para no pecar, pero no los quisieron hacer y se perdieron. Esos gusanos son los recuerdos de tantos propósitos de enmienda que fueron hechos pero no fueron cumplidos. El castigo eterno está lleno de gente que sí hizo propósitos de mejorar su conducta pero no los cumplió.

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La caverna más profunda.

El guía me llevó luego a otra caverna mucho más profunda. Y allí me mostró los sitios destinados para muchos de nuestros jóvenes si no se enmiendan a tiempo. En uno de aquellos hornos vi escrito: “Pecados contra el Sexto Mandamiento: pecados de impureza”. Allí vi a muchos que aparecen externamente como muy buenas personas, pero que tienen el alma manchada con pecados de impureza. Los recuerdo muy bien.

El guía añadió: – Estos son los que no han confesado sus pecados de impureza o han callado algunos o no se arrepienten ni piden perdón de sus pecaos impuros. Es necesario predicar siempre y en todas partes contra los pecados de la impureza. No hay que cansarse de avisarles para que se aparten de las ocasiones y peligros de pecar. Algunos hacen promesas pero no con sinceridad ni con verdadero deseo y propósito de dejar de pecar.

 

Para hacer un propósito verdadero de enmienda se necesita una gracia o ayuda especial de Dios. Y ésta se consigue si se pide mucho. (Todo el que pide recibe. Todo lo que pidáis al Padre en mi nombre, os lo concederá, dijo Jesús). Hay que recordar a la gente que Dios es tan bueno que manifiesta especialmente su misericordia y su poder en perdonar y en compadecerse de los que se arrepienten y le piden perdón y quieren empezar a ser mejores. Recuerda que se necesita mucha oración y mucho sacrificio también de parte de quien dirige las almas. Hay que decirles a los jóvenes que le pregunten a su propia conciencia y que ella les aconsejará lo que tienen que hacer.

– ¿Y qué otro consejo me recomienda? – le pregunté.

– Que se aparten, que se alejen de su mala vida, de su mala conducta. Que cambien de conducta y de comportamiento.

Luego me hizo ver otro horno. Allí había otro letrero: “AVARICIA”. Y estaban escritas aquellas frases de San Pablo: “Los que se dejan dominar por el deseo de conseguir riquezas caen en muchas tentaciones y en trampas del diablo. La raíz de todos los males es el afán de contener dinero, y algunos por dejarse llevar por el deseo de tener riquezas se extraviaron de la fe y se consiguieron muchos sufrimientos” (1 Tim. 6,9).

Y el guía me explico: – Estos son los que apegan demasiado a los bienes terrenos. Los que viven deseando inmoderadamente ser ricos, los que roban, los que hacen trampa al comprar o vender, los que no devuelven lo robado, los que no devuelven lo que les han prestado. Hay que avisarles a tiempo para que no tengan después castigos y perdición.

Pasamos a otro horno y allí estaba escrito: “RAÍZ DE MUCHOS MALES: LA DESOBEDIENCIA”.

Y el guía me dijo: – Recuerden que fue la desobediencia lo que hizo que Adán y Eva fueran echados del paraíso. Los desobedientes tendrán un fin lastimoso. Hay muchos que no cumplen sus deberes, que no están donde deberían estar ni hacen lo que deberían hacer, y pierden tiempo y no obedecen lo que los reglamentos de su oficio les mandan.

Y añadió:- Pobres de aquellos que descuiden o abandones la oración. Los que no rezan corren el peligro de que Dios los abandone.

(El profeta Zacarías dijo poco antes de morir: “Dios se aleja de los que se alejan de Él y abandona a los que lo abandonan a Él”. (2 Cron. 24,20). Advertirles a todos que tengan cuidado para no leer libros poco piadosos, y que hay que tener horror a leer libros malos.

Yo le pregunté emocionado: ¿Y qué otros consejos me recomienda para mis discípulos? Él me miró fijamente y añadió: – Insístales en que sean muy obedientes a sus superiores, a sus reglamentos, a la Santa Iglesia y a sus padres. Recuérdeles que el ser fiel en las cosas pequeñas los salvará de muchos males. Adviértales que tienen que evitar el ocio; no perder el tiempo, no estarse sin hacer nada. Que eso fue el origen del pecado de David.

 

Anímelos a estar siempre ocupados, pues así el enemigo del alma tendrá menos oportunidades de atacarlos.

Yo le agradecí al guía todo lo que me había enseñado y él me dijo: – Ahora que ha visto los sufrimientos que esperan a los que siguen en sus pecados, es necesario que experimente un poco en carne propia una muestra de estos sufrimientos. Hemos salido de la última puerta. Ahora toque simplemente este muro.

– ¡No, no! – grité horrorizado. Pero él insistió: – Toque simplemente este muro para que pueda decir que estuvo visitando las murallas de los suplicios eternos y que pudo comprobar un poco cómo será la última pared, si la más lejana es tan terrible.

Y continuó diciendo: – Este es el muro número mil. Hay mil muros más, antes de llegar al último, a donde empieza el verdadero infierno.

Entre un muro y otro hay mil kilómetros. O sea que entre este muro y el último hay un millón de kilómetros. Estamos a un millón de kilómetros del fuego del infierno. Toque pues este muro que está tan lejano del fuego principal.

Y al decir esto, como yo me echaba hacia atrás para no tocar el muro, me agarró la mano, me la abrió con fuerza y me hizo golpear con ella la piedra de aquel muro número mil. En aquel instante sentí una quemadura tan intensa y dolorosa, que saltando hacia atrás y dando un grito… me desperté.

Me encontré sentado en la cama y en la mano sentía un gran dolor y ardor. La restregaba contra la otra para librarme de aquella molesta sensación.

 

Al amanecer pude comprobar que mi mano estaba hinchada, y la impresión de aquel fuego resultó tan fuerte que poco después se me cayó la piel de toda la planta de la mano derecha.

No les he narrado las escenas del infierno con toda la horrible y dolorosa crudeza con que las presencié, porque esto los asustaría. Recordemos que Jesús cuando hablaba del infierno siempre empleaba signos o símbolos para comparar los sufrimientos que esperan a los que no se quieren convertir.

Durante varias noches estuve muy preocupado por este sueño del infierno. Pensaba no narrarlo a mis jóvenes pero cuando se me apareció aquel monstruo en forma de sapo que quería devorarme, escuché una voz que me decía: “¿Por qué no habla? ¿Por qué no cuenta lo que vio en sueños?”.

 

Por eso lo he narrado, pues puede ser de algún provecho.

Más vale bajar al infierno en vida con el pensamiento, para huir así del pecado, que tener que ir a él con el alma en la eternidad por no haber evitado lo que ofende a Dios.

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