¿CONFESARSE CON UN HOMBRE (SACERDOTE)?
“No me confieso con un hombre como yo, porque sólo Dios puede perdonar los pecados”, es una cantinela que los hermanos protestantes esgrimen contra los católicos, que, desde hace siglos, creemos firmemente en el Sacramento de la Reconciliación o confesión.
Ante todo, tal vez los hermanos protestantes no han reparado en lo que Santiago les ordena a los enfermos para obtener la sanación; entre las indicaciones que les da, les dice: “Confiésense unos a otros sus pecados, y oren los unos por los otros para que sean sanados” (St 5,16). Santiago no dice: “No se confiesen con un hombre como ustedes”.
Un regalo del Resucitado
El ministerio del perdón fue entregado por Jesús el día de su resurrección a los apóstoles. Se les manifestó a los agobiados apóstoles, que estaban escondidos en el cenáculo. Lo primero que hizo fue mostrarles las manos y el costado, como haciéndoles ver que la “paz” que les entregaba era fruto de su muerte en la cruz. Luego sopló simbólicamente sobre ellos y les dijo: “A quienes ustedes les perdonen los pecados, les serán perdonados, a quienes no se los perdonen les quedarán sin perdonar” (Jn 20,23). Por medio de sus Apóstoles, Jesús va a aplicar el valor de su “sangre” (mis manos, mi costado). Por medio del Sacramento de la Reconciliación se nos aplica el valor de la sangre de Cristo para purificarnos de todo pecado.
Cuando el Señor entregó el ministerio del perdón a la Iglesia, sólo estaban presentes los primeros sacerdotes que Jesús acababa de ordenar en la Ultima Cena. Mientras Jesús estaba aquí en la tierra, él perdonaba los pecados (al paralítico, a la mujer adúltera…). Ahora, que Jesús ya no iba a estar físicamente presente en la tierra, entregaba el ministerio del perdón a su Iglesia para que lo siguiera administrando.
En la entrega del ministerio del perdón, se sobreentiende la “confesión de pecados” al sacerdote. No puede el sacerdote decirle a alguien que no le perdona sus pecados, si no los conoce por medio de una confesión previa. David había pecado gravemente. El Señor le envió al profeta Natán para que lo ayudara a confesar su pecado. El profeta por medio de una parábola cuestionó seriamente al Rey, hasta que David cayó de rodillas llorando su pecado. Cuando el profeta Natán vio que David había reconocido su pecado y pedía perdón, le dijo: “El Señor ha perdonado tus pecados” (2 S. 12,13).
El Rey Saúl también cometió un pecado gravísimo: no destruyó las cosas del enemigo, como el Señor le había ordenado. El profeta Samuel le hizo ver la gravedad de su culpa. También Saúl dijo: “He pecado… te suplico que perdones mi pecado” (1 S 15,24-25); el profeta le respondió: “Has rechazado la palabra del Señor, y el Señor te ha rechazado como rey de Israel” (1 S 15,26). Con el discernimiento que tenía el profeta Samuel, captó que Saúl solamente estaba “asustado” y no “arrepentido”. Por eso no lo perdonó en nombre de Dios. Aquí, dos casos clásicos de una confesión en el Antiguo Testamento. Los profetas no son los que perdonan el pecado. Es Dios quien perdona, y por medio del profeta le comunica al penitente si ha sido perdonado o no.
Así se concibe en la Iglesia Católica el papel del Sacerdote. Es un instrumento de Jesús para perdonar. El mismo, por su propio poder, no puede perdonar. Es pecador como todos los demás. Por eso el sacerdote dice: “Yo te absuelvo en el Nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”. El Sacerdote perdona “en nombre de Dios”, que le ha otorgado ese poder por medio de su Iglesia. San Juan nos asegura: “Si confesamos nuestros pecados, fiel y justo es Dios para perdonarnos y limpiarnos” (1 Jn 1,9).
Cuando Jesús entregó a los Apóstoles el poder de perdonar o retener los pecados en su nombre, no especificó de qué manera lo debían hacer. Es por eso que a través de los siglos, la Iglesia, consiente del poder de perdonar los pecados que Jesús le entregó, lo ha administrado de diversas maneras. Al principio la confesión era en público. Luego se suavizó esta costumbre y se hizo en privado, primero, al obispo y luego también a los sacerdotes.
Una larga tradición
Cuando Martín Lutero se separó de la Iglesia católica, conservó tres Sacramentos: El Bautismo, la Santa Cena y la Penitencia o confesión. En su libro De la cautividad babilónica, comenta: “Me agrada muchísimo (refiriéndose a la confesión), y la estimo útil y necesaria, y no quisiera que fuese suprimida, antes me alegro de que exista en la Iglesia de Cristo siendo como es, remedio de las conciencias afligidas” (De Cap. Babl. W.A. VI, 548). En la actualidad, la mayoría de los hermanos protestantes no quieren oír hablar para nada del Sacramento de la confesión, como lo administra la Iglesia católica. Pero, lo cierto es que muchos pastores, provocan la “confesión privada” de sus fieles.
El escritor Hermas, del siglo primero, en su libro, El Pastor, dice: “El Señor misericordioso ha instituido esta penitencia, y a mí me ha dado el poder de ejercerla” (Pastor, 1.2, Mand. 4 c.3). Muy acorde con esta afirmación está lo que escribe San Pancracio (año 391): “Tú dices que sólo Dios puede perdonar los pecados; pues es verdad. Pero también lo que hace por medio de sus Sacerdotes es de su poder. ¿Y qué significan las palabras de los Apóstoles: Todo lo que aten será atado y todo lo que desaten será desatado?” (Carta a Sinfrona, n.6). San Agustín (siglo IV), a los que alegaban que “sólo se confesaban con Dios”, les responde: “Nadie diga: 'Yo me confieso directamente con Dios'; o 'Dios sabe que me confieso de todo corazón'. Pues ¿acaso fue dicho de balde: Lo que ustedes aten será atado y lo que desaten será desatado en el cielo? ¿O queremos, más bien, frustrar el Evangelio y las palabras de Cristo?” (Sermón 392,3).
Algunos hermanos protestantes, mal informados, afirman que la Iglesia católica “inventó” la confesión privada en el año 1215. En ese año lo que sucedió fue que se reunieron los obispos de todo el mundo y, en el Concilio de Letrán, decretaron que todos los católicos debían confesarse, por lo menos, una vez al año. No fue, entonces, un “invento”; la confesión ya se venía practicando desde un principio en la Iglesia, de diversas maneras.
La Iglesia católica, a los que se bautizan de adultos, no se les pide que vayan a confesarse, sino que les asegura que por medio del Sacramento del Bautismo Dios los perdona, cuando ve verdadero arrepentimiento. Los pecados cometidos después del bautismo, sí deben ser confesados ante la Iglesia, pues fue Jesús el que entregó el “ministerio del perdón” a la Iglesia, por medio de los primeros sacerdotes, los apóstoles.
Muchas veces, por prejuicios y cierto resentimiento no disimulado, los hermanos protestantes procuran presentar “deformado” todo lo que es católico, para, así tener la oportunidad de citar algunos versículos de la Biblia y proceder a condenar lo que hace la Santa Madre Iglesia Católica.
¿Un invento?
Para los que dicen que la Confesión es un “invento” de los sacerdotes, habría que hacerles reflexionar desde un punto puramente humano, que este Sacramento es uno de los más pesados para el Sacerdote, que tiene que pasar horas y horas en un confesionario escuchando siempre lo mismo, recibiendo el impacto de negativismo y confusión que hay en muchos corazones. Si lo hubieran inventado los sacerdotes, hubieran sido “más listos” y hubieran decretado que se debían confesar sólo los “laicos”. Pero no es así. En la Iglesia católica, todos estamos obligados a confesar nuestros pecados. Desde el Papa hasta el más humilde de los laicos. Bien lo expresa san Juan, cuando escribe: “Si alguno dice que no tiene pecado, es un mentiroso. Si confesamos nuestros pecados, fiel y justo es Dios para perdonarnos y limpiarnos” (1 Jn 1,9).
Personas que llegan como trapos sucios, agobiadas por un pasado de pecado, y que, después de vaciar su alma de toda pesadumbre, se levantan como “nuevas criaturas en Cristo”. Con la paz del Señor, con el gozo del Espíritu Santo.
El famoso escritor protestante, Gilbert Chesterton, se convirtió al catolicismo. Le preguntaron que por qué se había hecho católico; él contestó: “Para que fueran perdonados mis pecados; en ninguna otra religión se encuentra esta facilidad. Cuando hice mi primera confesión, bajé la cabeza, me hinqué y el mundo dio vuelta completa delante de mí. Al levantarme, sentí que me había encontrado a mí mismo”.
Al famoso predicador de fama internacional, el padre Emiliano Tardif, le escuché contar lo que le había sucedido en un Congreso Ecuménico. Se le presentó un pastor protestante. Le pidió amablemente que lo confesara. El padre Tardif le objetó: “Pero si ustedes no creen en el Sacramento de la Confesión”. El pastor muy insistentemente le suplicó que le concediera ese favor. Añadía el padre Tardif, que al concluir la confesión, el pastor dijo: “Nunca en mi vida había experimentado la paz que ahora siento”. Bien decía el sabio Jagot: “La confesión católica es el mejor remedio para obtener la paz del alma”. Es porque el poder de perdonar los pecados, que Jesús le entrega a su Iglesia, se manifiesta maravillosamente en el confesionario.
El corazón es engañoso
El hermano protestante, despreciando al católico, dice: “Yo me confieso directamente con Dios”. Además, alega, que a él el Espíritu Santo le habla directamente y le asegura que está perdonado. Desde un punto de vista muy humano, nosotros no podemos ser “jueces en causa propia”. Eso, en términos legales, indica que nosotros tendemos a ser muy complacientes con nosotros mismos. Con facilidad encontramos “excusas” para perdonarnos, para decir que no ha pasado nada. Bien decía el profeta Jeremías: “Nada hay tan engañoso como el corazón humano” (Jr 17,9).
David, más tarde, va a expresar de manera extraordinaria lo que fue para él la “confesión” ante el profeta Natán. David escribió en su Salmo 32: “Mientras no confesé mi pecado, mi cuerpo iba decayendo por mi gemir de todo el día, pues de día y de noche tu mano pesaba sobre mí. Como flor marchita por el calor de verano, así me sentía decaer. Pero te confesé sin reservas mi pecado y mi maldad: decidí confesarte mis pecados, y tú, Señor, los perdonaste”.
Por medio del profeta Natán, el Señor llevó a David a hacer una confesión sincera que le devolvió la paz a su corazón. ¡Que sabiduría la de Jesús que, por medio del Sacramento de la confesión, nos dejó un constante Natán que nos ayudara oír su voz y, luego, a decirnos: “Dios –no yo- te ha perdonado”.
En cierta oportunidad, me pidieron que rezara por una enferma grave. Cuando llegué, la señora inmediatamente se apresuró a advertirme que ella era evangélica. Le dije que yo respetaría su creencia, que únicamente rezaría por ella para que le pudiera entregar al Señor todo su pasado malo y recibiera su perdón. Nada de confesión privada. Después de hacer la oración, la enferma me dijo: “Padre, me quisiera confesar”. Se confesó. Me agradeció inmensamente, después le dije: “Yo te absuelvo en el Nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”. La misma señora, además, me dijo: “Hace tiempo que no le rezo a la Virgen María. Me gustaría hacerlo ahora”. Juntos le pedimos a la Virgen María, que como en Caná de Galilea, le pidiera a Jesús que consolara y fortaleciera aquella enferma en su gravedad.
¡Qué regalo tan maravilloso le dejó Jesús a su Iglesia el día de la resurrección, cuando le entregó el ministerio del perdón! Si pudieran hablar los confesionarios, estarían entonando un “cántico nuevo” a la misericordia de Dios que, por medio de Jesús resucitado, nos vuelve a decir: “Miren mis manos y mi costado”. El confesionario es el lugar privilegiado para lavar en la sangre del Cordero, nuestras túnicas manchadas. Por medio del Sacramento de la confesión, Jesús nos aplica los frutos de su sangre derramada en la cruz. Eso es para los católicos el Sacramento de la Reconciliación.
Fuente: Fuente: "Dificultades con nuestros Hermanos Protestantes" , Padre Hugo Estrada SDB