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HABLEMOS DEL DIABLO

Capítulo 4 - "El diablo nos tienta"

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Frente a la antigua ciudad de Jericó hay un monte que se llama "de las tentaciones". Allí se llevó a cabo el duelo de los siglos: Satanás intentó desviar a Jesús del camino del Padre. Dice la Carta a los Hebreos que Jesús se hizo en todo igual a nosotros, menos en el pecado. Es impresionante ver cómo Jesús se somete a ser tentado por el diablo. Al hacerlo, nos manifiesta que no debemos asustarnos por las tentaciones, cuando estamos unidos a Dios; también Jesús nos muestra cómo vencer al espíritu del mal, que busca por todos los medios apartarnos del camino de Dios.

El tentador comienza por acercarse con la astucia de una serpiente. Se nos presenta -espiritualmente- como alguien bueno, que busca nuestro bien. San Pablo decía que el diablo se nos manifiesta como "un ángel de luz" (2 Cor 11,14), con apariencia de bueno. A los primeros seres humanos se les muestra como alguien que tiene compasión por ellos; por eso les dice: "Así que Dios les prohibió comer de todos los frutos del paraíso" (Gn 3,1). Dios sólo les había prohibido comer del "árbol de la ciencia del bien y del mal", símbolo del pecado. El diablo quería presentar a Dios como alguien despótico, que les ha prohibido comer los frutos de "todos" los árboles. Eva sale en defensa de Dios y aclara que Dios sólo les ha prohibido comer de un solo árbol. El diablo no se da por vencido. Es perseverante. Vuelve a la carga. Ahora hace gala de su apelativo de "padre de la mentira" (Jn 8,44), que le da Jesús. Su especialidad es fascinar a los hombres haciéndoles pasar por verdad lo que es mentira. Satanás alega que Dios les prohibió comer de ese árbol porque no quiere que se les abran los ojos y sepan lo mismo que Él sabe (Gn 3,2-5).

La intención del maligno es presentar a Dios como alguien despótico. Quiere que los primeros seres humanos desconfíen de Él. El pecado más grave contra Dios es la desconfianza. Es por allí por donde ataca Satanás. Logra sembrar la duda en el corazón de Eva, que comienza a fijarse en el fruto prohibido, que se muestra apetitoso. Eva no quiere desobedecer a Dios, pero, por otro lado, piensa en lo que Satanás les ha prometido: saber lo mismo que Dios.

La puerta de la mente

Todo pecado comienza siempre en la mente. Nuestro corazón es como un "banco": de allí va a salir lo que previamente depositemos. El espíritu del mal procura introducirnos muchos pensamientos negativos y morbosos; sabe que, tarde o temprano, eso va a estallar dentro de nosotros.

San Bernardo, con toda su experiencia de director espiritual, llegó a afirmar que con sólo ponerse en la tentación, ya se había cometido el pecado. Ése fue el caso de David. Su gran caída comenzó con una simple mirada a una mujer desnuda, que se bañaba. Luego quiso tener con ella una simple plática para conocerla. Una vez que David se puso en el resbaladero de la tentación, ya no se detuvo: vino luego un adulterio, un embarazo, el asesinato del marido de la mujer embarazada. ¡Nadie sabe hasta dónde va a llegar, una vez que se ha puesto en el resbaladero de la tentación!

Cuando nos convertimos en pecadores, nos convertimos también en colaboradores del espíritu del mal. No queremos sentirnos solitarios en el pecado. Queremos que otros se embarren también, como nosotros, para sentirnos iguales. Para no sentirnos los únicos hundidos en el pecado. Dios emplea ángeles para enviar sus mensajes. El demonio también emplea emisarios para llevar al pecado. Muchas veces, nos convertimos en emisarios del diablo para inducir a otros al mal. Fue lo que hizo Eva.

El fruto era hermoso; pero era un fruto envenenado. Adán y Eva, al momento, comenzaron a experimentar miedo hacia Dios, un temor terrible, que los llevó a esconderse. Se sentían desnudos ante el universo. Al instante, desapareció el diablo. ya no estuvo presente para justificar sus falsas promesas. Los dejó hundidos en la desolación y puso en sus corazones el miedo a Dios. Comenzaron a huir de Él.

Al mismo tiempo que desapareció de la escena el diablo, apareció Dios. Comenzó a buscar a sus hijos, que no aceptaban su responsabilidad, y le huían. Dios los ayudó a reconocer su culpa y a salir de su escondite. Cuando salieron, Dios los encontró totalmente desnudo, desprotegidos; por eso les echó encima unas pieles, que eran símbolo de su perdón y su misericordia.

Como derrotar al tentador

Durante cuarenta días, Jesús permaneció en profunda meditación, buscando la voluntad del Padre. Cuando el tentador se le acercó, lo encontró con su mente llena de sabiduría: no pudo nada contra él.

Por medio de la Palabra de Dios, el Espíritu Santo nos ayuda a profundizar en nuestro yo. Dice la Carta a los Hebreos que la Palabra de Dios es como "espada de doble filo" (Hb 4,12), que explora lo profundo de nosotros hasta dejar al descubierto nuestros pensamientos y nuestras intenciones. De esa manera, la meditación en la Palabra nos ayuda a conocernos en más profundidad. A saber cuáles son nuestras debilidades y fortalezas.

Gente aturdida y que no sabe quién es y a dónde va, es presa fácil del "padre de la mentira" (Jn 8,44), que busca personas con la mente entenebrecida para poderlas fascinar más fácilmente. La meditación diaria, el examen diario de conciencia, en la presencia de Dios, a la luz de la Palabra, impide que nuestra mente se encuentre aturdida. Cuando llega el tentador nos halla con la mente llena de discernimiento del Espíritu Santo. La tentación no puede penetrar en una mente llena de Dios.

La oración

La orden -no consejo-, que les dio Jesús a sus apóstoles, antes de la terrible tentación del Huerto de Getsemaní, fue: "Vigilen y oren para no caer en la tentación" (Mt 26,41). Los apóstoles no obedecieron: se durmieron, a pesar de que el Señor los despertaba, una y otra vez. No oraron. No pudieron acompañar al Señor en su agónica plegaria. Resultado: llegó la tentación, y el espíritu del mal los zarandeó a su gusto.

Por medio de la oración, recibimos la iluminación del Espíritu Santo para no dejarnos confundir por el "padre de la mentira"; al mismo tiempo, por medio de la oración, somos llenados por la fortaleza de Dios. Orar es estar agarrados de la mano de Dios, y el que está agarrado de la mano de Dios, no puede caer en la tentación. Nuestras grandes derrotas espirituales son producto de que la tentación nos ha sorprendido, como los apóstoles, sin vigilancia y oración.

La Palabra

Fue san Pablo el que llamó a la Palabra de Dios la "Espada del Espíritu Santo" (Ef 6,17). Jesús empleó la Palabra, como espada, para defenderse del demonio. A cada insinuación, que el demonio le hacía, Jesús respondía con una frase de la Biblia. Jesús, tajantemente, le objetaba: "Está escrito" (Mt 4,4), que quiere decir: "Dios dice". En otras palabras, Jesús le estaba gritando: "Mentiroso, cállate; me estás diciendo lo contrario de lo que dice Dios".

El salmo 119 afirma que la Palabra de Dios es "lámpara a nuestros pies, luz en nuestro sendero". La oscuridad se presta para la incertidumbre, para el peligro. Cuando avanzamos por la senda iluminada, nos sentimos seguros. La Palabra de Dios, esencialmente, nos recuerda lo que Dios ya dijo. Lo que es recto, lo que es limpio, lo que quiere para sus hijos. Bien decía san Pedro: "Señor, sólo Tú tienes palabras de vida eterna" (Jn 6,68). Vida eterna, en el Evangelio de san Juan, significa "vida de Dios".

El ayuno

San Pablo escribió: "Golpeo mi cuerpo y lo reduzco a servidumbre, no sea que habiendo predicado a otros, quede yo descalificado" (1 Cor 9,27). Pablo, aquí, alude a la rígida disciplina a la que se sometían los atletas para estar en formar a la hora de la competencia. El cristiano sabe que su naturaleza lo inclina hacia el mal y, por eso, sabe también que debe someterse a una disciplina espiritual para estar siempre bien preparado para presentar batalla al tentador, que aprovecha toda circunstancia de desventaja para atacarnos.

Cuando ayunamos, cuando nos mortificamos, nos sentimos menos dominados por el hombre "carnal", y más llenos del Espíritu Santo. Por eso, más fácilmente, le decimos "No", al diablo, y "Sí" a Dios. Por medio de los sacramentos de la Confesión y Comunión, nuestra disciplina espiritual, nos fortalece con el poder de la Sangre de Cristo, que nos purifica, y con el alimento espiritual del Pan de Vida. No hay mejor fortalecimiento contra la tentación que la Sangre de Cristo y el Pan que da Vida Eterna.

Paz en la tormenta

El libro de Job nos advierte claramente: "Milicia es la vida del hombre en la tierra" (Jb 7,1). Es una batalla constante. Nadie está eximido de la lucha espiritual. San Francisco de Sales nos invita a ser, en las tentaciones, como los apicultores experimentados. Si el apicultor se muestra nervioso, todas las abejas se le van encima y le inyectan su veneno. Cuando el apicultor trabaja, sin nerviosismo, puede acercarse a las colmenas sin guantes y sin mascarilla. El cristiano, que no se suelta en ningún momento de la mano de Jesús, no debe ir con temor, sino con la paz que Jesús quiere para su discípulo, que está aferrado a su mano.

Durante la tentación hay una promesa de la Biblia, que no se nos debe olvidar. Dice san Pablo: "Pueden ustedes confiar en Dios, que no les dejará sufrir pruebas más duras de lo que pueden soportar. Por el contrario, cuando llegue la prueba, Dios les dará también la manera de salir de ella, para que puedan soportarla" (1 Co 10,13). Dios es Padre amoroso: nunca va a permitir para nosotros, sus hijos, un peso mayor del que podemos llevar. Nunca va a dejar que una tentación superior a nuestras fuerzas nos doblegue.

Hay dos cosas que nunca se deben olvidar, cuando el tentador nos hace caer en la tentación. En ese momento, desaparece la serpiente tentadora; ya no está presente para responder por la trampa en la que nos hizo resbalar; por el complejo de culpa que sembró en nuestro corazón; por el miedo a Dios que nos inculcó. En ese momento de desolación, siempre aparece el Señor, buscándonos y diciendo: "Adán, Adán, ¿Dónde estás?" (Gn 3,9). Es Dios Padre que nos quiere ayudar a salir de nuestro escondite de pecado, para podernos echar encima, las pieles de su perdón, de su misericordia.

Dice el Evangelio que después de las tentaciones de Jesús, "los ángeles le servían" (Mt 4,11). Después de la tormenta viene la calma. Después de la tentación se experimenta la bendición de Dios. Después de haber sido purificados, después de darle muestras al Señor de nuestra fidelidad. Después de salir victoriosos de las tentaciones, sentimos que la mano de Jesús se posa sobre nuestra cabeza y nos bendice.

Fuente: "Hablemos del Diablo" Padre Hugo Estrada, SDB -Editorial Salesiana Guatemala 2012-Nihil Obstat-con licencia eclesiástica.

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