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HABLEMOS DEL DIABLO

Capítulo 18 - "Los Sacramentos de Liberación"

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Con frecuencia, nos encontramos con personas que tienen la manía de ver al diablo en todas partes; le echan la culpa de todo lo malo que les sucede. Esta postura no es cristiana. Ante ciertos fenómenos extraños, misteriosos y desconcertantes, no es adecuado afirmar, inmediatamente, que es el diablo el autor de todo ese mal. Antes hay que tener un discernimiento profundo; debemos dejarnos ayudar por la ciencia, la psicología, la psiquiatría, y, sobre todo, por el Magisterio de la Iglesia, basado en la Biblia y en la Tradición.

La gran buena noticia de la Biblia, es, precisamente, que Jesús, en la cruz, venció el poder de la muerte y el poder de Satanás. Ese poder, Jesús nos lo comunica a los que nos atrevemos a tomarlo por medio de la fe, cuando declaramos a Jesús como nuestro Salvador y Señor. En cada Sacramento, recibido con fe, es Jesús mismo quien se acerca a nosotros y nos aplica su poder liberador, que nos adquirió con su muerte y resurrección. Muy bien decía San Agustín: "Pedro bautiza, Jesús bautiza; Judas bautiza, Jesús bautiza". Lo que cuenta no es el instrumento, sino la Iglesia a quien Jesús encomendó los Sacramentos como medios de Salvación.

Sobre todo, quisiera referirme a cuatro sacramentos que, de manera especial, en nuestra vida cotidiana, nos liberan de las fuerzas malignas y nos protegen contra ellas: el Bautismo, la Reconciliación, la Comunión y la Unción de los enfermos.

Bautismo

En el bautismo, nos hundimos, nos bañamos, simbólicamente, en Jesús para ser partícipes de los méritos que el Señor nos adquirió con su muerte y resurrección. Bautizarse es revestirse de Jesús. Una de las primeras ceremonias del bautismo consiste en un "exorcismo" simple. El mundo ha quedado contaminado desde un principio por el pecado de origen de la humanidad. Cuando nosotros ingresamos en el mundo, llegamos a un cosmos contaminado con el pecado, con el mal que nos toca desde nuestro ingreso en el mundo. Muchas veces somos tocados desde el seno materno. Hay madres que han concebido a sus hijos en condiciones psicológicas y espirituales que en nada podían favorecer a su hijo. La Iglesia, con el poder que Jesús le ha concedido, pide en nombre de Jesús que sea expulsado ese mal, que ha tocado al niño en el seno materno y en su ingreso en el mundo. En eso consiste el exorcismo el día del Bautismo. Nuestra Iglesia nos hunde desde niños en Jesús, ora por nosotros para que seamos liberados de toda contaminación maligna. Desde el momento del bautismo somos "sellados" (Ef 1,13) como "hijos de Dios", convertidos en "Templos del Espíritu Santo", y protegidos contra el espíritu del mal, que buscará, por todos los medios, echar a perder el plan de amor con que Dios nos envía al mundo.

El sacramento del bautismo tiene un poder liberador contra el mal; es también un "escudo" de fe contra las flechas encendidas del demonio. El sello del Espíritu Santo, que recibimos en el Bautismo, es nuestra gran sanación y liberación contra las fuerzas enemigas, que, a toda costa, quieren contaminarnos del alma y del cuerpo.

Al ser hundidos en Jesús en el bautismo, nuestro "hombre viejo", contaminado por el mal, queda sepultado, y del agua sale un "hombre nuevo", revestido con la Gracia de Jesús, con el poder de Jesús contra el mal y la muerte eterna.

La Reconciliación

Difícil poder definir qué es un pecado. Es un abismo insondable; nuestra mente queda turbada. En última instancia, habría que ver a Jesús en la cruz, escupido, maltratado, sanguinolento, para poder tener una idea desteñida de lo que significa el pecado. Lo cierto es que nuestro mundo moderno le teme a muchas cosas: a hechizos, a brujerías, a maleficios, al cáncer, al sida; pero no le teme al pecado, que es el "mayor mal" que pueda existir en el mundo, lo peor que nos puede acontecer.

Por el pecado nos zafamos de la mano de Dios, como el niño, que, en medio de la feria, en la noche, se desprende de la mano de su papá y queda a merced de mil peligros. Al alejarnos de Dios por el pecado, quedamos totalmente desprotegidos y a merced de las fuerzas malignas, que nos zarandean a su antojo. Una persona, que estaba en adulterio, me pedía un poco de agua bendita para echar en su casa, para que se fuera "lo raro" que estaba sucediendo. Le hice ver que mientras estuviera en pecado, el agua bendita no tenía ningún significado para ella; hasta podría convertirse en una "superstición". El agua bendita únicamente es símbolo de nuestra fe en el poder de Dios; pero ese poder solamente se nos comunica cuando abrimos nuestra puerta a Jesús. El Señor no puede ingresar en nuestra vida mientras tengamos tapiada nuestra puerta con el pecado mortal, un pecado grave.

Muchas personas llegan pidiendo que vaya un sacerdote a su casa a echar agua bendita porque se escuchan "ruidos raros", porque se evidencian fenómenos turbadores. Lo primero que hago es preguntarles si se confiesan y comulgan. La casi totalidad de veces responden que no. Es muy significativo cuando el Señor entregó el "ministerio del perdón" a su Iglesia el día de la resurrección. Después de mostrarles a los apóstoles sus llagas, símbolo de su cruz, de su pasión, les dijo: Muchas personas llegan pidiendo que vaya un sacerdote a su casa a echar agua bendita porque se escuchan "ruidos raros", porque se evidencian fenómenos turbadores. Lo primero que hago es preguntarles si se confiesan y comulgan. La casi totalidad de veces responden que no. Es muy significativo cuando el Señor entregó el "ministerio del perdón" a su Iglesia el día de la resurrección. Después de mostrarles a los apóstoles sus llagas, símbolo de su cruz, de su pasión, les dijo: "Reciban el Espíritu Santo. A quienes ustedes les perdonen los pecados, les quedarán perdonados. A quienes no se los perdonen, les quedarán sin perdonar" (Jn 20, 22-23).

Dice la Biblia: "Si confesamos nuestros pecados, fiel y justo es Dios para perdonarnos y limpiarnos de toda maldad" (1 Jn 1,9). Es una promesa explícita de Dios. Cuando con la fe, con sinceridad, con arrepentimiento confesamos nuestros pecados, quedamos liberados del mal por el poder de Jesús. Somos limpiados por la Sangre preciosa de Jesús, que no mancha, sino limpia. La confesión es una de nuestras principales medicinas contra el veneno del maligno.

Está es una experiencia vivida durante muchos siglos en nuestra Iglesia Católica. Una de las vivencias más comunes para un sacerdote, en un confesionario, es comprobar cómo la fuerza maligna, que durante muchos años ha atado a un individuo, queda rota cuando la persona con arrepentimiento y fe confiesa sus pecados.

La Eucaristía

La Eucaristía es la cumbre de nuestros actos de culto. Así lo afirma el Concilio Vaticano II. Cuando Jesús, en la Última Cena, consagró el pan y el vino, dijo: La Eucaristía es la cumbre de nuestros actos de culto. Así lo afirma el Concilio Vaticano II. Cuando Jesús, en la Última Cena, consagró el pan y el vino, dijo: "Ésta es mi Sangre derramada por muchos para el perdón de los pecados" (Mt 26,28). En la comunión, recibida con fe, se nos comunica el valor de la Sangre de Cristo. Somos purificados en profundidad. En la santa Comunión nos comemos, por la fe, el poder limpiador y liberador, que Jesús nos regala. San Pablo indica: "Cada vez que comen de este pan y beben de este cáliz, proclaman la muerte del Señor hasta que Él vuelva" (1 Co 11,26). Proclamar la muerte del Señor, no es sólo recordarla, sino apropiarse el valor de la muerte redentora de Jesús, que es, esencialmente, liberadora contra todo el mal. Cada vez que comulgamos, somos limpiados de las presencias malignas, que nos turban y desarmonizan; somos fortalecidos contra el diablo, contra el mal, que puebla el cosmos.

San Agustín, cuando meditaba en el martirio de San Lorenzo, que, serenamente, padecía mientras lo asaban en una parrilla ardiente, decía: "Ya sé de dónde saca su fuerza: se alimenta de la carne del Cordero". En la Santa Comunión, Jesús nos concede la fortaleza para no sucumbir ante el fuego ardiente de la tentación, del ataque diabólico, que pretende dominar nuestra vida.

Una celebración Eucarística tiene una fuerza liberadora inigualable. Uno de los Padres de la Iglesia, más cercano a los apóstoles, San Ignacio de Antioquía, escribió: "Pongan empeño en reunirse con frecuencia para celebrar la Eucaristía de Dios y tributarle gloria. Porque cuando apretadamente se congregan en uno, se derriban las fortalezas de Satanás, y por la concordia de su fe se destruye la ruina que les procura" (Ad. Ef 13,1).

San Ignacio de Antioquía destaca varios factores, que deben prevalecer en la Eucaristía. Habla de "congregación apretada"; se refiere al sentido de "comunidad de fe y de amor", que es indispensable para que haya una auténtica Eucaristía. Habla también de "poner empeño" en reunirse "con frecuencia". Se trata de Eucaristías vividas, buscadas, y no de aquellas misas a las que se va por compromiso. Dice San Ignacio: "Por la concordia de su fe". Fe y caridad son indispensables para que Jesús se haga presente en la comunidad durante la Santa Misa. Cuando se dan estas condiciones, entonces "se vienen abajo las fortalezas de Satanás y la ruina que nos quiere procurar".

Uno de los consejos, que le damos a los que acaban de ser liberados de un mal espíritu, es la comunión diaria. El mal espíritu, como afirma Jesús (Lc 11, 24-26), va a volver acompañado de otros siete espíritus peores que él. Atacarán despiadadamente. La persona tiene que estar muy bien protegida para no volver a ser derrotada. No hay mejor protección que la Santa Comunión. El demonio no logra hacer nada, cuando en nuestro corazón está Jesús como Señor de nuestra vida. Una persona de comunión diaria es una fortaleza inexpugnable para Satanás.

La Unción de los Enfermos

La enfermedad grave es una circunstancia crucial para todo enfermo. Desde un punto de vista psicológico, frecuentemente, el enfermo se siente inútil, abatido, solitario, incomprendido, abandonado por sus mismos familiares. Por eso cae en una terrible depresión. Desde un punto de vista espiritual, el sufrimiento, provoca una crisis profunda, que el demonio aprovecha para turbar al enfermo, para acusarlo por los pecados de su vida; para hacerle creer que Dios lo ha abandonado, que no lo puede perdonar. El demonio lucha por convencer al enfermo para que dude de la bondad de Dios, para que le tenga miedo y no se atreva a arrepentirse y a confesarse.

Sobre todo, si se trata de una enfermedad terminal, el diablo insiste en acusar duramente al enfermo por sus pecados y en convencerlo de que no hay perdón para él. De esta manera, el demonio, busca llevar al enfermo a la desesperación; a la pérdida de la fe, para que no pueda clamar a Dios en esos últimos momentos de su vida. Es la dura batalla final, que debe librar el enfermo.

El apóstol Santiago, como buen pastor, dio algunas normas para esas circunstancias. Escribió Santiago: El apóstol Santiago, como buen pastor, dio algunas normas para esas circunstancias. Escribió Santiago: "Si alguno está enfermo, que llame a los presbíteros de la Iglesia, que oren por él, que lo unjan con aceite, y la oración de fe salvará al enfermo, y el Señor lo restaurará, y si hubiere cometido pecados, le serán perdonados" (St 5, 14). Santiago se refiere expresamente a la "oración comunitaria". Se llama a los presbíteros para que oren con la familia. Es un momento decisivo en la vida del enfermo; necesita ser respaldado por una comunidad. A muchos enfermos les fallan sus propios familiares porque no saben rezar o no se atreven a hacerlo. El sacerdote no puede estar continuamente presente junto al lecho del enfermo: hay muchas otras personas que lo reclaman. Es allí donde la familia debe poner en juego su "carácter sacerdotal": todos deben perseverar en la oración ayudando al enfermo a ser fuerte contra el mal que lo asecha en ese momento crítico de su vida.

Santiago se refiere, expresamente, a la "unción del enfermo". El aceito es símbolo de la fuerza del Espíritu Santo. En una de las parábolas de Jesús, el buen samaritano unge con aceite las heridas del que ha sido asaltado por los bandidos. El aceite le indica al enfermo que Jesús -el buen samaritano- está junto a él, ungiéndolo con su misericordia y su bondad, ahora, que se encuentra caído a la vera del camino de la vida. El aceite también le recuerda al enfermo que fue ungido como "hijo de Dios" en el bautismo, que es templo del Espíritu Santo, algo sagrado. Que Dios ama como Padre y que lo envió al mundo con un plan de amor, que quiere que se lleve a cabo en su totalidad.

La unción del enfermo va precedida por la confesión de sus pecados, y seguida por la Santa Comunión. Nada tan liberador como la comunión y la confesión. Recibir el perdón de Dios y la Santa Comunión por medio de la Iglesia de Jesús es lo más consolador y reconfortante para un enfermo. Es la mejor medicina contra la turbación y el miedo, que el espíritu del mal quiere provocar en el enfermo durante su dura enfermedad o durante su batalla final.

El mal se revuelve

San Marcos recuerda, en su evangelio, que un día Jesús fue a la sinagoga; mientras estaba predicando, alguien de la asamblea, comenzó a retorcerse; estaba dominado por un mal espíritu, Jesús suspendió, momentáneamente, su prédica, y oró por aquel individuo para que fuera liberado (Mt 1,21-28). Todo sacramento nos pone en contacto directo con la Palabra de Dios, que como espada de doble filo, penetra hasta lo más profundo de nuestra subconsciencia. Todo sacramento nos acerca a Jesús, que es la Luz del mundo. Ante esa luz maravillosa, las tinieblas se ponen en fuga. Quedamos totalmente liberados. Nuestro cosmos está poblado de presencias maléficas; pero el cristiano no teme porque está revestido de Cristo, protegido con su Sangre preciosa, que lo fortalece contra el mal y lo inunda de santidad y de poder. Ése es el poder maravilloso que Jesús nos comunica por medio de los Sacramentos.

Fuente: "Hablemos del Diablo" Padre Hugo Estrada, SDB -Editorial Salesiana Guatemala 2012-Nihil Obstat-con licencia eclesiástica.

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