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HISTORIA DE LA IGLESIA CATÓLICA

​CAPÍTULO 10 "LOS PADRES DEL DESIERTO Y LA VIDA MONÁSTICA"

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

1. El marco socio-histórico

Durante el periodo de las persecuciones, el martirio representaba la meta y la cumbre espiritual para los cristianos. La Iglesia vivía una profunda espiritualidad martirial. Pero llega la libertad religiosa y, como humanos que somos, muchos cristianos, sobre todo el clero, se alucinaron con los privilegios, el poder y la riqueza que ofrecía el Estado a la Iglesia. La avalancha de "conversiones" a menudo superficiales e interesadas, trajo un relajamiento y pérdida de la vivencia espiritual al interior de la Iglesia.

2. Los anacoretas y ermitaños

En este contexto muchos hombres y mujeres, la mayoría laicos, movidos por el Espíritu Santo se marchan al desierto. Unos se establecen en Egipto, en la región de la Tebaida, y otros en el desierto de Judá y del Sinaí. Van en busca de soledad, pobreza y austeridad como medio para introducirse en la oración contemplativa. Es verdad que ya antes, en el siglo II durante la época de las persecuciones, hubo algunos que se retiraron a lugares apartados para dedicarse a la vida de oración como una forma de preparación para el martirio. Todos ellos comenzaron como anacoretas, es decir como hombres solitarios del desierto. De esa época recordamos a los laicos San Pablo Ermitaño, que murió el año 341, y San Onofre, hijo de un rico hacendado de la región de Hungría.

Después, con San Pacomio (año 347) y San Antonio Abad (año 356), los anacoretas comienzan a agruparse y vivir en comunidad, al estilo de las primeras comunidades cristianas de Jerusalén. Se dedicaron al trabajo manual, a la lectura bíblica y a la oración. Con el fruto de su trabajo ayudaban a la gente pobre de las aldeas del desierto. San Antonio Abad era hijo de una familia rica de Egipto. Un domingo, cuando tenía 20 años de edad, Antonio acudió al templo y escuchó la lectura del joven rico: "Si quieres ser perfecto, anda, vende cuanto tienes y dalo a los pobres y tendrás tesoros en el cielo. Luego ven y sígueme" (Mc 10,21). Antonio vendió sus tierras y sus rebaños y entregó el dinero a los pobres de su pueblo, para seguir al Señor Jesús en la soledad del desierto. Mucha gente llegaba a visitarlo y pedirle consejo. Pronto se le juntaron muchos ermitaños y empezaron a vivir con él: Oraban y cantaban salmos, leían y meditaban la Sagrada Escritura, ayunaban, trabajaban y vivían en comunidad bajo la orientación del abad Antonio.

Destacan también Marco el Ermitaño, Juan de Gaza, Isaac de Nínive y Juan Clímaco, quienes, además de la vida de oración en el desierto, escribieron breves tratados de espiritualidad y fueron maestros de numerosos discípulos. Formaban una comunidad de ermitaños, una sociedad de hombres nuevos que habían renunciado a las riquezas y placeres del mundo, para vivir una nueva vida de liberación interior en el desierto.

 

3. El desierto

¿Por qué el desierto? El desierto es el escenario de la Biblia. Ésta describe el desierto como "lugar desolado, sin camino. No hay quien pase por él ni se oye balar a los rebaños" (Jr 9,9 y 17,6). El desierto es un lugar duro para vivir. Es árido, solitario e imponente. Solamente hay arena y peñascos. Allí no hay nada que distraiga. Sólo se escucha el sonido del silencio.

Dios habla en el silencio. Jesús, antes de comenzar su misión, el Espíritu Santo lo llevó al desierto. También Pablo, después de su conversión y antes de comenzar su actividad misionera, se fue al desierto de Arabia. Asimismo, los profetas pasaron por la experiencia del desierto. El desierto no es sólo un lugar geográfico. Es sobre todo una experiencia profundamente humana y religiosa. Y como experiencia espiritual significa liberación interior, liberación de todas las pasiones y deseos. El desierto purifica y posibilita una vivencia profunda de la presencia de Dios.

El desierto es parte de la condición humana. Es la experiencia de vacío, soledad, frustración... Es la actitud espiritual de sentirse nada ante la inmensidad y santidad de Dios, dimensión esencial de la fe cristiana. El desierto nos lleva a descender al fondo de nuestro ser y encontrar ahí la verdad de las cosas: el rostro de Dios y del hermano y, que lo verdaderamente importante es amar. Asimismo, el desierto es lugar de tentación y de crisis. Ahí se pone a prueba nuestra fidelidad a Dios y a la historia, y también nuestra confianza en su proyecto a pesar de los fracasos y desilusiones personales y comunitarias.

 

4. Vida monástica

El testimonio de los monjes del desierto fue como un viento de renovación espiritual en toda la Iglesia. Cada vez era mayor el número de hombres y mujeres, laicos y clérigos, que ingresan en estos monasterios. Entre ellos sobresalen San Basilio, que después fue elegido obispo de Cesarea de Capadocia, y San Gregorio Nacianceno. Después, San Jerónimo funda un monasterio en Belén. Santa Paula y Santa Marcela fundan otro para mujeres cerca de Jerusalén. Varias mujeres de la alta aristocracia romana, como Santa Melania, abandonan su riqueza y se retiran a los monasterios a vivir en comunidad, dedicadas a la oración y a la asistencia a los pobres.

San Agustín, tras su conversión a los 30 años de edad, y posteriormente ordenado obispo de Hipona (África) funda un monasterio episcopal. Era el año 410. Este monasterio fue un centro de espiritualidad y de formación eclesiástica, del cual salieron 14 obispos.

Juan Casiano, en el año 435, funda un monasterio de vida ascética, muy rigurosa, en Marsella (sur de Francia). Más tarde, en el año 495, no muy lejos de Roma, en Nurcia, un joven y rico estudiante, llamado Benito, decepcionado por tanta superficialidad y corrupción que había en la sociedad, abandona su casa, sus tierras y la riqueza de la familia y se hace ermitaño en las montañas del Subasio. Buscaba entregarse totalmente a Dios, a través del ayuno y la oración. Después, junto con otros compañeros, en el año 529 funda el monasterio de Monte Casino, al norte de Nápoles. Redactó luego su regla monástica, que se propagó por toda Europa Occidental, cuyo lema es "Ora y trabaja". Así nacieron los monjes benedictinos. Cerca de Monte Casino, la hermana se San Benito, Santa Escolástica, fundó otro monasterio para mujeres.

Los monasterios se multiplicaron por toda la Iglesia: Palestina, Siria, Egipto, Grecia, Italia, Francia, España, Norte de África, Irlanda... El monacato surge, en el seno de la Iglesia, como una denuncia profética a la corrupción que había entrado en ella. Los monjes, que así se llamaban los que vivían en los monasterios, aparecen como herederos de los mártires.

Con esto observamos cómo el Espíritu Santo vela por su Iglesia. Los monjes ayudaron a mantener vivo en la Iglesia el espíritu del Evangelio de Jesús. Dios no abandona a su Iglesia. No la abandonó durante los trescientos años de persecución, y tampoco la abandona en la época post-constantina. Jesús prometió estar con ella hasta el final de los siglos.

Varios siglos después, el monje benedictino San Columbano multiplica los monasterios por toda Europa. Los monasterios fueron centros de cultura y de arte. Gracias a los monjes ha llegado hasta nuestros días la cultura antigua y, sobre todo, la tradición manuscrita de la Biblia.

Fuente: "Historia de la Iglesia Católica" - 25 Edición- Fernando Bermúdez, Diócesis de San Marcos, Guatemala. Editorial Católica Kyrios. Autorizado por: Monseñor Álvaro Leonel Ramazzini Imeri, Obispo de San Marcos.

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